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"Estas son mis opiniones, si no te gustan tengo más"
El bien se derrama sobre el mal. El orden se funde con el caos, el amor con el odio, la fealdad con la belleza, la ley con la anarquía, la civilización con el salvajismo. Los vapores te envuelven. No puedes distinguir dónde estás, o por qué estás allí, y la última certidumbre es una abrumadora ambigüedad.
En 1983, apenas un año después de que Stephen King publicara Christine, la novela llegó a la gran pantalla bajo la dirección de John Carpenter, un maestro del terror cinematográfico con títulos como Halloween y The Thing en su haber. Esta rapidez en la adaptación ya es un primer punto interesante: King aún estaba en la cúspide de su popularidad ochentera, y Hollywood se abalanzaba sobre sus obras casi al ritmo en que salían de la imprenta. Pero lo que parecía ser una historia de “coche asesino” escondía mucho más: un retrato de la adolescencia, la alienación y la corrupción del alma, envuelto en el metal reluciente y el rugido de un Plymouth Fury de 1958. La película de Carpenter es, sin duda, fiel en ciertos elementos esenciales, pero también transforma —a veces simplifica— aspectos clave de la novela, especialmente en lo que respecta al origen del mal y a la voz narrativa.
La novela: horror a dos velocidades
En la novela, Stephen King narra la historia en tres partes, con un primer acto contado en primera persona por Dennis Guilder, el mejor amigo de Arnie Cunningham. Este punto de vista es fundamental: Dennis nos ofrece no solo una visión cercana de la transformación de Arnie, sino también la mirada impotente de alguien que observa cómo un ser querido se autodestruye bajo una influencia maligna que parece inescapable. King dedica mucho tiempo a construir a Arnie como el “chico bueno” del instituto: tímido, torpe socialmente, inteligente pero sin carisma, acosado por los abusones y, en casa, aplastado por una madre sobreprotectora y un padre pasivo. Christine, el Plymouth Fury destartalado que Arnie compra, es su primera gran decisión independiente… y su perdición. El tema de los chicos perseguidos por acosadores es algo muy recurrente en la literatura de King.
En la novela, el coche no solo está embrujado: está literalmente poseído por el espíritu de su anterior dueño, Roland LeBay, un hombre desagradable y misógino que murió en circunstancias misteriosas. De nuevo un tema recurrente en King, la misoginia. King incluso introduce momentos en los que Dennis (y el lector) sienten la presencia de LeBay dentro de Arnie, cambiando su forma de hablar, su postura y sus gestos. Esta posesión progresiva es casi más importante que la capacidad de Christine para regenerarse o asesinar. El segundo y tercer acto del libro se alejan del punto de vista en primera persona, lo que acentúa la sensación de distancia: Dennis ya no puede acceder a Arnie, y el chico que conocía parece sustituido por otra persona, fría, vengativa y peligrosamente segura de sí misma.
La película: Carpenter y el mal inexplicable
John Carpenter, enfrentado a la dificultad de trasladar una novela larga a un metraje de menos de dos horas, realiza cambios sustanciales. La narración en primera persona desaparece: no hay una voz que nos guíe con reflexiones íntimas sobre Arnie, y la historia se cuenta de forma más objetiva. También hay un cambio significativo en el origen del mal. En la película, Christine parece malvado desde el momento de su fabricación: la secuencia inicial, ambientada en la línea de montaje de 1957, muestra cómo el coche “mata” a un obrero y hiere a otro antes siquiera de llegar a manos de LeBay. Carpenter elimina casi por completo la figura del fantasma de LeBay, optando por una maldad innata e inexplicable, lo que conecta con su gusto por el horror sin causa clara. Este cambio, aunque resta complejidad psicológica, refuerza la atmósfera sobrenatural y la iconografía del coche como un ente demoníaco autónomo. Christine no necesita un espíritu humano que la conduzca: él es el depredador.
La transformación de Arnie: del chico invisible al vengador letal
Uno de los aspectos más logrados tanto en la novela como en la película es la metamorfosis de Arnie Cunningham. En la novela, la transformación es gradual y psicológicamente rica: King describe cambios en su forma de vestir, en su lenguaje, en su postura corporal. Arnie pierde peso, gana confianza, pero también desarrolla una mirada fría y un desprecio creciente por los demás. La posesión de LeBay intensifica este proceso, dándole un tono casi de doble personalidad. En la película, Keith Gordon interpreta magistralmente esta evolución. Su Arnie inicial es patético, con gafas gruesas, posturas encorvadas y una voz temblorosa. A medida que Christine lo “posee”, se vuelve seguro, seductor, incluso amenazante. Gordon logra transmitir que la seguridad recién adquirida no es genuina, sino prestada por la oscuridad que se ha adueñado de él. La secuencia en la que Arnie, ya transformado, mira a su amigo Dennis y dice con una sonrisa escalofriante “Christine y yo cuidamos de nosotros mismos” es pura esencia Carpenter: breve, cortante y cargada de tensión. Es aquí donde la película brilla: aunque simplifica el trasfondo del mal, captura visualmente y con gran fuerza actoral el descenso de Arnie, desde la víctima de los abusones hasta el asesino vengativo que se alía con Christine para eliminar a quienes le hicieron daño.
Violencia y atmósfera: el rugido del motor como música de terror
King, como buen novelista, puede permitirse largas secuencias de preparación antes de cada acto violento, cargando el ambiente con detalles de la carretera, del frío, de la tensión entre personajes. La violencia es explícita, pero no tanto como en otras obras suyas; aquí importa más el terror psicológico y la sensación de pérdida de humanidad. Carpenter, por su parte, aprovecha su maestría en el ritmo y el suspense visual: las secuencias en las que Christine persigue a sus víctimas, envuelta en las luces del salpicadero y el rugido del motor, son momentos icónicos del cine de terror ochentero. La escena del callejón, con Christine avanzando lentamente hacia un matón que no tiene dónde escapar, condensa toda la amenaza del coche en un plano prolongado, sin necesidad de palabras.
Otro acierto cinematográfico es la manera en que Carpenter filma la “regeneración” de Christine. En la novela, King describe cómo el coche se repara solo, pero verlo en pantalla, con los metales retorciéndose y el cristal recomponiéndose mientras la cámara se acerca, es una experiencia visceral que añade un componente casi corporal a la maldad del vehículo.
Adolescencia, obsesión y destrucción
Tanto la novela como la película funcionan como metáforas de la adolescencia y la obsesión. Christine es, para Arnie, su primera relación seria: lo aparta de sus amigos, lo enfrenta con su familia y lo aísla del resto del mundo. El coche le da poder, independencia y una identidad nueva, pero al precio de su humanidad. En King, este subtexto es más evidente gracias a las reflexiones de Dennis, que interpreta la relación de Arnie con Christine casi como un romance tóxico. En Carpenter, el subtexto está presente pero se percibe más a través del lenguaje visual: los planos de Arnie acariciando la carrocería, hablándole al coche, o conduciendo de noche con una sonrisa perturbadora, iluminado por el salpicadero y la radio verde. La música de la película es brutal y en su contexto -a pesar de que muchas son canciones de amor- aterradora.
Fidelidad y divergencia
En resumen:
La película es fiel en la estructura básica (chico inadaptado compra coche poseído, gana confianza y se vuelve letal, amigo y novia intentan salvarlo), la metamorfosis de Arnie, y el protagonismo de Christine como personaje. Pero diferente en el origen del mal (fantasma de LeBay vs. maldad innata), el punto de vista narrativo (primera persona de Dennis vs. narrador objetivo), y el grado de explicación del horror. El resultado es que la novela ofrece un retrato más profundo y trágico de la corrupción de Arnie, mientras que la película apuesta por el impacto visual, la tensión y la mitificación del coche como ente diabólico.
Valoración final
Como adaptación, Christine de Carpenter no es una traslación literal, pero sí captura la esencia más poderosa de la novela: la historia de un joven cuya ansiada independencia y poder acaban convirtiéndose en una trampa mortal. Keith Gordon eleva la película con una interpretación que evoluciona de forma creíble y aterradora. Aunque Carpenter sacrifica la complejidad de LeBay y la perspectiva íntima de Dennis, gana en atmósfera y en iconicidad visual. El resultado es una obra que, si bien simplifica la mitología de King, sobrevive como un clásico del terror ochentero y como una de las adaptaciones más estilizadas de su obra. En última instancia, tanto el libro como la película nos dejan la misma advertencia: algunos amores —sean personas, máquinas o sueños de poder— vienen con un precio que se paga con el alma, y Christine, reluciente bajo las farolas de una noche americana, sigue esperando a su próximo conductor.
Las cifras, a menudo frías y desnudas, esconden detrás historias humanas y paisajes que se transforman. La última estadística del Instituto Nacional de Estadística sobre la provincia de Guadalajara ha despertado titulares llamativos: el municipio que más crece es Yebes, mientras que el que más decrece es Angón, un rincón escondido de la Sierra Norte. Dos polos opuestos de una misma tierra, dos formas de entender la vida que parecen separarse irremediablemente: el empuje desordenado y urbanita frente al mundo rural y tradicional que languidece.
Yebes: el crecimiento como vértigo
En las últimas dos décadas, Yebes ha pasado de ser un pequeño municipio a convertirse en un laboratorio del crecimiento acelerado. La construcción del macrobarrio de Valdeluz, vinculado a la estación del AVE, convirtió al pueblo en sinónimo de urbanización moderna, grandes avenidas y bloques de pisos que poco tienen que ver con la fisonomía de la provincia. El crecimiento demográfico ha sido espectacular, pero también controvertido: urbanismo a golpe de promociones inmobiliarias, calles amplias que aún hoy no siempre tienen el bullicio que se esperaba, y una sensación de lugar “importado”, nacido más de los planes de un despacho que de la raíz pausada de los pueblos castellanos.
Yebes crece porque es cómodo para quienes trabajan en Madrid y buscan vivienda más asequible, porque el tren de alta velocidad acerca la capital en apenas unos minutos. Pero esa comodidad se ha construido sobre un paisaje que ya no cuenta historias antiguas, ni recuerda las voces de abuelos ni conserva la piedra que resiste el paso del tiempo. Es un crecimiento con vértigo: cifras que suben, ladrillos que se levantan, parques modernos, sí, pero también una cierta sensación de lugar sin pasado, sin hondura.
Angón: el tiempo detenido
En el extremo opuesto, Angón encarna lo contrario. Enclavado en la Sierra Norte de Guadalajara, se asoma al valle del río Cañamares desde su posición en la falda de la Sierra de la Bodera. El pequeño caserío de piedra, hoy con apenas siete habitantes censados, conserva en su silencio un encanto que resulta difícil de explicar con números. La iglesia de Santa Catalina, construida en el siglo XVI sobre una planta románica anterior, se alza como testigo de una comunidad que antaño fue vigorosa. En el interior aún se guarda un retablo barroco, y en uno de sus muros permanece cegada una portada románica que nos recuerda que aquí ya se rezaba y se cantaba hace muchos siglos. Muy cerca, en lo alto de un cerro, resisten las ruinas del castillo de Iñesque, fortificación medieval desde la que se domina un paisaje áspero y bellísimo.
Caminar por las calles de Angón es sentir la huella del tiempo detenido. Las casas de piedra muestran la arquitectura serrana, funcional y austera, hecha para resistir inviernos duros y veranos secos. Hoy, muchas puertas permanecen cerradas, y donde hubo familias numerosas y cuadrillas de pastores, apenas queda el eco de los pasos de algún vecino solitario.
El peso de la despoblación
Angón, como tantos pueblos de la Sierra Norte, ha visto cómo las cifras caían sin remedio desde mediados del siglo XX. De más de 300 habitantes en 1950 a menos de diez en la actualidad, su historia refleja el éxodo rural que vació comarcas enteras en busca de empleo y futuro en las ciudades. Pero en ese vacío también se ha conservado la pureza de un entorno natural intacto: las parameras, los bosques cercanos, la cercanía del embalse de Pálmaces, la vida lenta marcada por las estaciones.
El contraste con Yebes resulta brutal. Mientras allí las grúas levantaban bloques y el AVE atraía nuevos vecinos, aquí la escuela cerraba, los bares apagaban sus luces y la plaza quedaba huérfana de voces. Donde uno encarna el “boom” del crecimiento demográfico, el otro simboliza la desaparición de un mundo que fue la base de nuestra cultura.
Nostalgia y preguntas abiertas
Es inevitable sentir cierta nostalgia al pasear por las calles de Angón. Porque, más allá de la estadística que lo señala como el municipio que más decrece, late la memoria de quienes vivieron allí, de las fiestas de San Blas en febrero o de Santa Catalina en noviembre, de los niños jugando por las calles empedradas, de los toques de campana llamando a misa en la vieja iglesia. Hoy, todo eso resiste como recuerdo más que como presente.
Yebes, en cambio, se mueve hacia adelante, pero con una identidad en construcción, todavía sin raíces profundas que lo anclen a la tierra. Crece, sí, pero lo hace con el vértigo de lo despersonalizado, de lo que podría estar en cualquier otro sitio. Quizá la provincia de Guadalajara, con sus dos extremos, nos está lanzando una advertencia: que no se trata solo de sumar habitantes ni de vaciar pueblos, sino de repensar cómo queremos vivir. El bullicio moderno y la calma serrana no tendrían por qué ser incompatibles, si se buscara un equilibrio entre desarrollo y tradición.
Dos caras de una misma tierra
En definitiva, Yebes y Angón son hoy las dos caras de una misma provincia. Uno representa el futuro inmediato de la urbanización y la cercanía con Madrid; el otro, el pasado que se apaga lentamente en la belleza de la Sierra Norte. Entre ambos, quizá haya una lección: el crecimiento sin alma poco significa, y el decrecimiento con memoria merece respeto. Porque cada casa cerrada en Angón es un fragmento de historia que se pierde, y cada bloque nuevo en Yebes debería recordarnos que vivir no es solo multiplicar números, sino también arraigar en la tierra y en la comunidad.
El autor, Noah Gordon, fue un escritor y periodista estadounidense nacido en 1926 y fallecido en 2021. Su carrera estuvo marcada por un interés profundo en la historia y la medicina, materias que fusionó en su producción literaria para crear novelas históricas. Tras una formación en periodismo y varios años dedicados a la prensa, Gordon dio el salto a la novela con títulos como El rabino y, sobre todo, con El médico, que le otorgaron reconocimiento internacional. A lo largo de su vida, su obra se caracterizó por una clara vocación por narrar el paso del tiempo y las vidas marcadas por la adversidad, siempre con un estilo accesible y directo. Su obra más famosa y exitosa fue El Médico, de cuyo vientos bebe El Último Judío.
El libro: El Último Judío
El Último Judío se presenta como un ambicioso fresco histórico ambientado en la España de 1492, un momento crucial marcado por la expulsión de los judíos decretada por los Reyes Católicos. La novela sigue la vida de Yonah Toledano, un joven que, tras perder a su familia, se ve obligado a sobrevivir en un entorno hostil, manteniendo viva su fe judía mientras adopta distintas identidades y roles, entre ellos el de médico. Aquí el autor aprovecha el éxito de su novela anterior para exprimir un poco más su fama. La narrativa nos ofrece un periplo de tópicos de la complejidad de la época, mostrando la brutalidad tópica de la Inquisición y los dilemas morales de aquellos que intentaban preservar su esencia cultural en medio de la persecución. La escritura de Gordon destaca por su simplicidad, evitando florituras innecesarias para centrarse en la evolución interior del protagonista y en las tensiones históricas que le rodean. Esta conjunción de historia y humanidad convierte a la novela en una lectura interesante, que explora temas como la identidad y la fe. La novela tiene un gran pero: su lectura es algo plana desde el punto de vista literario y bastante flojo desde un contexto histórico. La novela carece de profundidad psicológica, con un desarrollo lineal y previsible, con unos personajes secundarios carentes de complejidad. Además, el autor sesga de forma descarada a las religiones, los judíos y musulmanes son lo majores y los católicos en su mayoría una panda de fanáticos iletrados.
La novela tiene un estilo funcional y claro, pero que resulta demasiado directo y carente de matices literarios. La novela ni vale como base histórica (crea una repetición de la leyenda negra contra Castilla y Aragón que tanto gusta al mundo anglosajón), ni como obra literaria de calidad. Un west seller que según se termina de leer se olvida, que es lo peor que le puede pasar a cualquier obra artística.
Otros países fueron pioneros antes que España en expulsar a los judíos
Recordemos lo que pasó antes de 1492 en Europa. Por ejemplo, en Inglaterra la hostilidad hacia los judíos se intensificó a lo largo del siglo XIII. Tras años de leyes restrictivas, acusaciones de usura y episodios de violencia —como los pogromos de York en 1190—, Eduardo I decretó en 1290 la expulsión total de los judíos del reino. Francia siguió un patrón similar: ya en 1182, Felipe II ordenó la primera expulsión de los judíos del dominio real, pero no en la totalidad de su reino, aunque fueron readmitidos por interés económico y expulsados de nuevo en varias oleadas, hasta que Carlos VI formalizó la expulsión definitiva en 1394. Es decir, a finales del S.XIII Inglaterra fue pionera en expulsar a judíos de todo su reino.
Cronología de los hechos
Le he preguntado a Chat GPT sobre este tema, para ver que pasó antes de 1492, y esto es lo que me ha contado:
Línea cronológica de persecuciones y expulsiones de judíos en Europa (hasta 1492)
1096 – Pogromos de la Primera Cruzada En el camino hacia Tierra Santa, bandas de cruzados asaltan comunidades judías en Renania (Maguncia, Worms, Espira), provocando masacres.
1147 – Segunda Cruzada Nuevos ataques contra judíos en Francia y Renania, impulsados por predicadores que los acusan de “enemigos de Cristo”.
1182 – Francia El rey Felipe II expulsa a los judíos de su dominio, confisca sus bienes y anula las deudas que la nobleza y el clero tenían con ellos. Son readmitidos en 1198.
1190 – Inglaterra Pogromos en Londres y York. En York, más de 150 judíos mueren en un asedio y suicidio colectivo en el castillo de Clifford.
1290 – Inglaterra Eduardo I decreta la expulsión total de los judíos del reino. No podrán regresar oficialmente hasta 1656, bajo Cromwell.
1306 – Francia Felipe IV ordena una expulsión masiva. Miles de judíos se dispersan hacia Navarra, la Provenza, Italia y el Sacro Imperio.
1348‑1351 – Europa central y occidental Durante la peste negra, los judíos son acusados de envenenar pozos. Pogromos y expulsiones en Estrasburgo, Basilea, Colonia y decenas de ciudades.
1391 – Corona de Castilla y Corona de Aragón Pogromos coordinados, iniciados en Sevilla y extendidos a Toledo, Valencia, Barcelona y otras ciudades. Miles de judíos asesinados o convertidos por la fuerza.
1394 – Francia El rey Carlos VI decreta la expulsión definitiva de los judíos del reino. Muchos se refugian en Italia y en territorios germánicos.
1420 – Austria (Viena) El duque Alberto V ordena arrestos masivos; se confiscan bienes y se ejecuta a líderes comunitarios. Los supervivientes son expulsados.
1470s – Diversas ciudades italianas y germánicas Expulsiones parciales en Bolonia, Parma, Trento y varias ciudades‑estado; la presión aumenta con la Inquisición en España y la vigilancia papal.
Pero por desgracia, parece que en el imaginario Europeo-Americano fue España la más "malota", ya que expulsó a los judíos de su territorio (a finales del S.XV). Pero se olvidan que ya otros reinos europeos lo había hecho mucho antes. Es decir, en un contexto histórico esto era lo normal, España fue más reticente a hacerlo que el resto de Europa, en ese contexto "fue la menos mala". Además, La Inquisición se funda en el S.XII en Francia, mucha gente piensa que es algo "típicamente español".
Pero, esto de La Inquisición, ¿en qué consistía?
La Inquisición, ¿en qué consistía realmente?
La Inquisición Española, es decir El Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, fue una institución eclesiástica creada en 1478 por los Reyes Católicos, Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, con autorización del papa Sixto IV. Su objetivo inicial no era perseguir a la población judía o musulmana en general, sino vigilar y enjuiciar a los conversos —judíos o musulmanes convertidos al cristianismo— que fueran sospechosos de mantener prácticas religiosas propias de su antigua fe, lo que en el lenguaje de la época se denominaba judaizar o islamizar. La preocupación política y religiosa detrás de su creación radicaba en la unidad confesional que los monarcas consideraban esencial para consolidar el nuevo Estado. A diferencia de las inquisiciones medievales anteriores, que dependían directamente del papa, la Inquisición Española fue controlada por la Corona a través de un organismo central, el Consejo Supremo de la Inquisición o Suprema, lo que la convertía en una herramienta tanto religiosa como política.
El tribunal inquisitorial tenía competencia exclusivamente sobre personas bautizadas en la fe católica. Esto incluía no solo a conversos de origen judío o musulmán, sino también a cristianos viejos acusados de herejía, blasfemia, proposiciones heréticas, bigamia o prácticas supersticiosas contrarias a la ortodoxia. Por tanto, no podía juzgar a judíos o musulmanes que no se hubieran bautizado, ya que estos quedaban bajo la jurisdicción civil o de otros tribunales eclesiásticos. Es decir, en la novela que tratamos hoy la persecución del protagonista no debería ser de La Inquisición, debería ser desde el poder real, ya que había desobedecido una orden de los reyes.
El procedimiento de la Inquisición, aunque severo, seguía formas jurídicas reconocidas para la época: se iniciaba con una denuncia, se investigaba en secreto, y si había indicios se encarcelaba al acusado a la espera del proceso. El acusado podía ser asistido por un abogado designado por el tribunal y tenía derecho a presentar testigos en su defensa, aunque no podía conocer la identidad de sus acusadores, lo que generaba un evidente desequilibrio procesal. En cualquier caso, hablamos de unas garantías legales bastante pioneras para el contexto histórico en el que nos movemos. Escritores de novela "histórica", no olviden el contexto, el contexto es la esencia de la historia, si él no se puede entender.
Las penas variaban según la gravedad y reincidencia. La mayoría de ellas no concluían en ejecución: las sanciones podían ir desde multas, penitencias públicas, confiscación de bienes, destierro o cárcel, hasta la pena de muerte para casos de herejía obstinada. La ejecución capital, cuando se imponía, era realizada por las autoridades civiles, ya que la Iglesia no podía derramar sangre según su propia legislación. Los juicios más solemnes -y muy escasos cuantitativamente hablando- culminaban en el auto de fe, un acto público en el que se leía la sentencia y se aplicaban las penas. Aunque en el imaginario popular posterior —sobre todo desde el siglo XIX— se asoció la Inquisición Española con una maquinaria indiscriminada de torturas y hogueras masivas, los estudios modernos basados en sus archivos muestran que la tortura, aunque legalmente permitida, se aplicó en un porcentaje reducido de casos y bajo límites normativos más estrictos que en la justicia ordinaria de la época. Es decir, de nuevo el autor de la novela recurre a tópicos típicos.
Durante sus siglos de actividad, la Inquisición evolucionó en sus objetivos. En sus primeras décadas se centró casi exclusivamente en los conversos; en el siglo XVI amplió su atención a la vigilancia de corrientes protestantes, alumbrados, erasmistas y otros movimientos espirituales; más tarde, reguló la censura de libros y combatió prácticas supersticiosas o mágicas que consideraba peligrosas para la ortodoxia católica. Con el tiempo, perdió relevancia y fue suprimida en 1834, en un contexto político y social radicalmente distinto al que le dio origen. Históricamente, fue una institución compleja, a la vez represiva y burocrática, que refleja las tensiones de una España en formación, donde religión y poder político estaban entrelazados de forma inseparable.
El mejor consejo es que al leer un novela "histórica" no caigamos en el error de pensar que es un libro de historia. Si lo hacemos, nos llevaremos una idea tópica y mitificada de la realidad, de los hechos, de los legajos, de lo que es realmente la historia.
En los extensos paisajes árticos de Finlandia, donde el hielo parece devorar todo atisbo de vida, surge El Rompehielos como una de las propuestas televisivas más inquietantes del 2024. La serie, creada por Mia Ylönen y estrenada en AMC+, se sumerge en los códigos del nordic noirpero los tiñe de un terror fantástico que desde el primer momento se presenta inexplicable, casi intangible, logrando que el espectador quede atrapado por la sensación de no comprender del todo qué está pasando. Ese misterio inicial es, de hecho, uno de los mayores aciertos de la producción: cada personaje que aparece parece arrastrar un secreto, cada pasillo del barco encierra un eco invisible, y cada plano exterior de la inmensidad blanca funciona como un recordatorio de que la supervivencia aquí es tan improbable como lo es la verdad misma.
Uno de los mayores logros de la serie es su protagonista, interpretada con gran convicción por Jessica Grabowsky. Su Sanna Tanner, guardacostas arrastrada al epicentro de una pesadilla helada, resulta creíble, cercana y al mismo tiempo vulnerable, algo esencial en un relato donde lo inexplicable amenaza con devorar cualquier lógica. Su actuación se complementa con un elenco enigmático que parece diseñado para sembrar dudas constantes: no sabemos quién oculta qué, ni en qué punto los aliados pueden convertirse en enemigos, y aunque esta ambigüedad resulta estimulante, en ocasiones la serie peca de dar giros demasiado bruscos, transformando a personajes de buenos a malos en cuestión de escenas, lo que erosiona ligeramente la coherencia dramática. Sin embargo, este desconcierto también forma parte del hechizo: seguimos viendo porque necesitamos desentrañar quiénes son en realidad estas figuras atrapadas en el hielo.
Visualmente y acústicamente, El Rompehielos brilla con una fuerza hipnótica. La fotografía de los exteriores, con sus planos abiertos del mar helado y la noche polar, transmite un frío que atraviesa la pantalla. Pero es el interior del rompehielos lo que se lleva la palma: sus pasillos desiertos, sus salas iluminadas por luces mortecinas y su atmósfera densa convierten al barco en un personaje más, un ente fantasmagórico que parece tener voluntad propia. A ello se suma el uso eficaz de los flashbacks, que van dosificando información y conectando la trama con un trasfondo de mitología finlandesa que aporta un sabor único. Las leyendas de espíritus vengativos y presencias ancestrales flotan sobre el relato, reforzando la sensación de que estamos ante un horror que va más allá de lo humano, un mal que se funde con el propio paisaje.
No obstante, pese a estas virtudes, la serie no está exenta de sombras. En más de un episodio se tiene la impresión de que la trama avanza a trompicones, demasiado ocupada en recrear atmósferas como para dar explicaciones mínimas que sostengan el pacto de verosimilitud. Uno de los ejemplos más evidentes es la ausencia de una justificación clara sobre por qué los guardacostas no son rescatados, un detalle que, aunque secundario, hubiera aportado una base más sólida al relato. Lo mismo ocurre con algunas casualidades que acompañan a la protagonista, demasiado convenientes para ser creíbles y que, en exceso, pueden sacar al espectador de la historia. Y, sin embargo, todo esto forma parte del juego: El Rompehielos no pretende ser un relato lógico, sino un descenso a lo irracional, un viaje a un territorio donde las reglas de lo real se quiebran bajo el peso de lo mítico. Por eso, más allá de sus imperfecciones, la serie consigue lo más difícil: dejarnos helados, inquietos y deseando saber qué demonios acechan en la oscuridad del hielo.
Todos los aficionados al cine hemos visto alguna película ambientada en la Guerra del Vietnam. En ella vemos a los soldados useños con un rifle que tiene una especie de asidero en la parte superior. En realidad se trata del fusil de asalto M16, que fue el arma más utilizada por el ejército de Estados Unidos en la Guerra de Vietnam.
M16A1 en la parte superior
Originalmente, en los primeros compases del conflicto (principios de los años 60), muchas tropas estadounidenses aún portaban el M14, un fusil más largo, pesado y con munición 7,62×51 mm OTAN. Sin embargo, el M14 resultaba poco adecuado para la guerra en la jungla: su peso, retroceso y longitud lo hacían difícil de manejar en combate cerrado.
A partir de 1965‑1966, el M16, de calibre 5,56×45 mm, fue adoptado de forma masiva por el ejército y los marines. Era más ligero, permitía llevar más munición y tenía una cadencia de fuego elevada, lo que lo hacía más adecuado para enfrentamientos rápidos y a corta distancia. Aunque en sus primeros años en Vietnam sufrió problemas graves de fiabilidad (atascos, corrosión por falta de mantenimiento adecuado y por la pólvora utilizada), estos fallos se corrigieron en versiones posteriores como el M16A1, que terminó siendo el fusil estándar hasta el final de la guerra.
El fusil M14, utilizado en los primeros compases de la Guerra de Vietnam
Su origen se remonta a finales de los años 50, cuando la compañía Armalite desarrolló el AR‑15, un fusil ligero y automático diseñado por Eugene Stoner. El ejército estadounidense buscaba sustituir al M14 por un arma más ligera, con menor retroceso y capaz de disparar un calibre de alta velocidad (small caliber high velocity, SCHV) para facilitar el control en fuego automático. El AR‑15 fue adquirido por Colt, que lo adaptó a las especificaciones militares, resultando en el M16. Utilizaba cartuchos de 5,56×45 mm —más pequeños que los tradicionales 7,62×51 mm OTAN— lo que permitía a los soldados transportar más munición y realizar ráfagas más controladas, algo crucial en combate en selva y a corta distancia.
Soldados de Vietnam del Sur con el M16
El M16 fue introducido de forma generalizada en Vietnam a partir de 1965, pero su debut estuvo plagado de problemas. El ejército lo promocionó como “arma que no necesitaba limpieza frecuente”, lo cual era falso. Además, por razones logísticas, se cambió la pólvora sin modificar el diseño, lo que provocaba acumulación de residuos y atascos frecuentes, especialmente en la humedad y el barro de la jungla. Las tropas se quejaban de bloqueos letales en mitad del combate. Esto llevó a que a finales de 1967 se introdujera el M16A1, con un sistema de cromado en la recámara y el cañón, cambios en el mecanismo y la instrucción obligatoria de limpieza con kits de mantenimiento ocultos en la culata.
A partir de ahí, el M16A1 ganó una reputación mucho más fiable y se convirtió en el fusil estándar de la infantería estadounidense. Su ligereza (menos de 3,5 kg descargado), precisión y control en fuego automático hicieron que reemplazara completamente al M14 en la mayor parte de las unidades de combate. Con el tiempo, derivó en versiones más modernas como el M16A2, M16A3 y M16A4, y en la familia de carabinas M4 que aún hoy siguen en servicio. En la Guerra de Vietnam, pese a sus inicios problemáticos, el M16 acabó siendo el arma más utilizada y simbólica de las fuerzas estadounidenses, además de un referente en el cambio de paradigma hacia fusiles de calibre intermedio y gran cadencia de fuego.
En la guerra fría el fusil M16 fue el símbolo del bando capitalista frente al famoso fusil de asalto AK-47 del bando socialista.
Algunas de las películas donde aparece el famoso fusil:
🎬 1. Platoon (1986, Oliver Stone) Probablemente una de las representaciones más icónicas de Vietnam. Muestra con bastante realismo el M16A1 en combate en la jungla, junto con M60 y M79. Los protagonistas, como Charlie Sheen y Willem Dafoe, portan el M16 en la mayoría de escenas.
🎬 2. Full Metal Jacket (La Chaqueta Metálica, 1987, Stanley Kubrick) En la segunda mitad de la película, ambientada en la ofensiva del Tet (1968), la unidad de marines combate en Hue con M16A1. Es muy visible en las secuencias urbanas, combinado con armas como la M60 y la escopeta Ithaca 37.
🎬 3. We Were Soldiers (Cuando éramos soldados, 2002, Randall Wallace) Basada en la batalla de Ia Drang (1965), muestra los primeros despliegues masivos del M16 en Vietnam. Refleja los problemas iniciales de fiabilidad, ya que históricamente ocurrió en esos años.
🎬 4. Hamburger Hill (La colina de la hamburguesa, 1987, John Irvin) Retrata el asalto estadounidense a la colina 937 en 1969. El M16A1 es el fusil principal de la unidad, y la película enfatiza el combate intenso y las condiciones extremas.
🎬 5. The Green Berets (Boinas verdes, 1968, John Wayne) Aunque más propagandística y menos realista, fue de las primeras películas en mostrar el M16 durante la guerra, ya que se rodó en plena contienda. Fue una película de propaganda por parte de John Wayne, que no piso un frente de guerra en su vida. De haberlo hecho no hubiera filmado esta película.....
🎬 6. Apocalypse Now (1979, Francis Ford Coppola)
En varias escenas se ven soldados y oficiales armados con M16, especialmente en la parte inicial del viaje por el río.
Hay historias que no necesitan fantasmas para helarnos la sangre. Cujo, publicada por Stephen King en 1981, es uno de esos relatos en los que lo monstruoso se arraiga en lo cotidiano. Un perro bonachón convertido en una bestia rabiosa, un coche averiado bajo el sol de un verano implacable, una madre y un hijo atrapados en un escenario que parece tan ordinario que casi podríamos imaginarlo en nuestra propia calle. El horror aquí no nace de dimensiones alternativas ni de criaturas imposibles, sino de la crudeza física y del azar letal que la vida puede deparar. Cuando en 1983 Lewis Teague llevó la historia a la gran pantalla, el reto era obvio: conservar esa tensión sin adornos, esa claustrofobia física que King había destilado en cada página. El resultado, sin embargo, se quedó a medio camino entre la fidelidad y la domesticación del terror, optando por un desenlace que, lejos de potenciar el golpe emocional, lo amortigua para no dejar heridas abiertas en la audiencia.
En términos cinematográficos, la adaptación de Cujo es un ejercicio notable en varios frentes. Rodada en California durante el verano, la producción enfrentó el desafío de trabajar con múltiples perros entrenados. Dee Wallace, en el papel de Donna Trenton, aporta una entrega física y emocional que sostiene la película entera: su sudor, su respiración agitada, la mirada en la que se mezclan el instinto protector y el terror puro, resultan tan creíbles que uno olvida por momentos que está viendo una actriz y no una madre real luchando contra lo inevitable. Danny Pintauro, como el pequeño Tad, encarna con precisión el miedo infantil, mientras que el montaje de Neil Travis y la fotografía de Jan de Bont acentúan el calor sofocante y la sensación de encierro. La cámara se pega a los cristales empañados, captura el zumbido de las moscas, deja que el tiempo se estire como un suplicio. Técnicamente, el film logra trasladar la experiencia sensorial de estar atrapado en ese coche con la amenaza rondando afuera. Y sin embargo, pese a ese virtuosismo formal, el guion introduce una grieta fundamental: la decisión de salvar al niño en el último instante.
En la novela, King se permite una crueldad que roza lo insoportable. Tad no muere devorado por el perro, sino lentamente, consumido por la deshidratación y el golpe de calor. Es una muerte “real”, sin heroísmos de último segundo, sin deus ex machina. King sabe que el terror más puro está en lo que no se puede revertir, en esa súbita consciencia de que no hay marcha atrás. La simbología es clara: los monstruos imaginarios —el del armario que Tad teme al inicio— son reemplazados por monstruos tangibles, y estos no siempre se pueden vencer. Donna mata a Cujo, sí, pero su victoria no es total; el precio es irreversible. En esa renuncia al final feliz está la médula de la novela: la constatación de que la vida, como el horror, no respeta las reglas del relato convencional. La tragedia no distingue entre los “buenos” y los “malos”, y la fuerza de voluntad, por más épica que sea, no garantiza el rescate. Es un recordatorio cruel, pero honesto, del carácter arbitrario del destino.
La diferencia entre libro y película, entonces, no es solo de argumento, sino de naturaleza. En el libro, el final actúa como un golpe seco que deja al lector desarmado, pensando en lo inútil de ciertos esfuerzos, en lo frágiles que somos frente a una concatenación de infortunios. En la película, el mismo momento se convierte en un clímax triunfal: Donna rescata a Tad, lo reanima, y ambos sobreviven para ser abrazados por el alivio del espectador. El impacto narrativo cambia radicalmente. Donde King buscaba inquietud prolongada, el film ofrece catarsis; donde la novela deja una cicatriz emocional, la película deja un suspiro de alivio. El espectador de cine sale de la sala reconfortado, el lector de King cierra el libro con un nudo en la garganta que no se desata fácilmente. No es que el final feliz carezca de valor; simplemente no es Cujo tal como King lo concibió.
Esa alteración del desenlace resta, inevitablemente, fuerza a la adaptación. Es como si al llegar al borde del precipicio, la película se apartara para evitar que el espectador mire el abismo. No es un caso aislado: Hollywood ha suavizado muchas historias duras para ajustarlas a lo que considera “aceptable” para el público general. Pero hay ejemplos en los que se ha hecho lo contrario, y ahí radica la ironía. Pensemos en La niebla (2007), adaptación de Frank Darabont de otro relato de King. En ese caso, el director tomó un final ya pesimista y lo llevó a un extremo desgarrador, superando incluso la crueldad del texto original. El resultado fue una reacción visceral del público: incredulidad, llanto, rabia… pero también un reconocimiento unánime de que ese final había grabado la película en la memoria colectiva. Cujo podría haber tenido un destino similar si hubiera respetado la implacabilidad de la novela. En cambio, optó por cerrar la herida antes de que sangrara, privando a la historia de su golpe maestro. El terror, como la vida, necesita a veces recordarnos que no siempre ganamos, que no siempre hay un amanecer después de la noche más oscura. En el universo de King, esa verdad incómoda es parte de la magia. Y en la versión cinematográfica de Cujo, lamentablemente, se perdió.
A cualquier persona que le guste el campo y la montaña sabrá la importancia que tiene un buen calzado. Ahora, imagínate que estas en la jungla, lloviendo, con barro, serpientes y 35 kilogramos de material a tus espaldas. Aquí ahora el calzado no es importante, es vital. En la Guerra de Vietnam, los soldados americanos que se tuvieron que enfrentar a condiciones muy duras, la respuesta del ejercito fue la creación de las Type III Jungle Boots (modelo 1969). Esta es su historia:
Contexto histórico
En 1969, cuando el Ejército de Estados Unidos introdujo la versión definitiva del Type III Jungle Boot, el conflicto de Vietnam se encontraba en una fase de gran complejidad táctica y política. El calzado militar americano llevaba varios años de adaptación progresiva desde las primeras campañas en el sudeste asiático a principios de la década de 1960. Las primeras versiones, inspiradas en modelos británicos y estadounidenses usados en la Segunda Guerra Mundial y en Panamá, habían mostrado deficiencias graves frente a las condiciones extremas de la jungla vietnamita: humedad constante, barro denso, vegetación cortante y suelos infestados de insectos y hongos. El Type III fue el resultado de un largo proceso de desarrollo que buscaba dar al soldado un calzado que fuera a la vez resistente, drenante y cómodo para marchas prolongadas en entornos saturados de agua. El modelo de 1969 incorporaba mejoras basadas en la experiencia acumulada durante los años más intensos de la guerra, donde la movilidad ligera, la resistencia a enfermedades tropicales y la fiabilidad del equipo eran factores decisivos para la supervivencia en combate.
La guerra en la jungla y los problemas previos del calzado
La selva vietnamita era, en términos logísticos, un enemigo tan formidable como el propio Viet Cong. Las lluvias monzónicas convertían los senderos en ríos de barro y las temperaturas elevadas, combinadas con humedad del 90 %, hacían que el pie del soldado pasara más tiempo mojado que seco. Las botas de campaña convencionales —como las de cuero macizo tipo combat boot de la Segunda Guerra Mundial y Corea— retenían el agua y fomentaban la aparición de pie de trinchera, infecciones fúngicas y laceraciones permanentes. Incluso las primeras “jungle boots” de lona y cuero, probadas en la década de 1960, sufrían problemas de durabilidad: las costuras se deterioraban rápido, el cuero se pudría y las suelas no ofrecían suficiente agarre en pendientes resbaladizas. Los soldados debían cambiar calcetines constantemente y, en muchas patrullas, llevaban pares extra colgando de la mochila para intentar mitigar el daño. Antes de 1969, el calzado era más un obstáculo que un aliado, y cada paso en el fango representaba no solo desgaste físico, sino una amenaza silenciosa para la salud operativa de la unidad.
Pros y contras del Type III (1969) y comparación con el calzado enemigo
El Type III Jungle Boot de 1969 introdujo avances significativos: empeine de lona de nailon que secaba más rápido, puntera y talón reforzados en cuero tratado, suela de caucho con diseño “Panama” para expulsar barro y canales de drenaje en la parte inferior que permitían evacuar el agua acumulada. Su peso reducido y mayor transpirabilidad ofrecían una ventaja tangible en patrullas largas. Sin embargo, no estaba exento de problemas: el drenaje no impedía que la bota permaneciera húmeda durante horas, lo que seguía causando ampollas y hongos; la suela, aunque eficaz contra el barro, se desgastaba con rapidez sobre superficies rocosas; y su coste y logística de suministro eran muy superiores al calzado improvisado de la guerrilla. Aquí la comparación con las sandalias de neumático usadas por el Viet Cong y las tropas norvietnamitas es reveladora: aquellas “dép cao su” eran casi indestructibles, ligeras, silenciosas en la marcha y podían fabricarse localmente con materiales reciclados, principalmente neumáticos viejos. Aunque no ofrecían la misma protección contra espinas o serpientes, daban a sus usuarios una libertad de movimiento y una simplicidad logística que los estadounidenses no podían igualar. En definitiva, el Type III Jungle Boot fue un avance notable para las fuerzas estadounidenses, pero también un recordatorio de que, en la guerra de Vietnam, la sofisticación tecnológica no siempre superaba la adaptabilidad y austeridad del enemigo. En cualquier caso, el ejercito de las "sandalias" ganó al de las botas.
Era un día cualquiera en Segovia, esa joya romana de granito eterno, cuando un vecino —al que cariñosamente imaginamos como un Quijote moderno— sintió que el acueducto estaba siendo ignorado, tal vez abandonado a su suerte. No encontró pancartas, ni manifestaciones, ni siquiera una nota de voz lamentándose en WhatsApp. Pero sí una piedra. Una sola piedra —un sillar de 17,3 kilos con medidas generosas: 25 × 22 × 15 cm— que, según su versión, llevaba allí, temblorosa y olvidada, “soltándose” con el paso del tiempo. Supuestamente abandonada a su suerte y lista para ser recogida por manos preocupadas.
Así que, armado con la mejor de las intenciones (eso afirmaba), decidió arrancarla o recogerla, como quien arranca una espina molesta, y llevársela a casa. “Si no lo hacía yo, probablemente alguien menos preocupado —un turista con selfie en mano— la habría pateado o encajado en su bolso, ¿no?”. En su mente, aquella piedra era un símbolo: una protesta con peso —literal y figurado—, una llamada de atención sobre un monumento patrimonial que fingía estar en silencio. Entonces, desplegó su plan maestro: subasta en redes sociales. Precio de salida: 1.000 €. Prometía donar lo recaudado. Para él, era un acto lírico, profundamente altruista, casi heroico.
Pero en la vida real, los monumentos no aceptan interpretaciones poéticas sin consecuencias. Las autoridades tienen ojos cuando les interesa y también papeles oficiales, y ellas sabían exactamente qué piedra era, dónde estaba y lo que se hace —o no— con ella. Enseguida dejaron caer el martillo del derecho: esa piedra no se había caído del acueducto, sino que había sido arrancada. Un acto imperdonable para nuestras autoridades que vigilan y cuidan escrupulosamente todo nuestro patrimonio, sin dejar perder nunca una iglesia románica o un pequeño puente medieval. Además, no pertenecía al acueducto como tal, sino a un muro de mampostería adosado en la plaza de Avendaño —otra parte del patrimonio, sí, pero con su posición perfectamente documentada en los largos registros burocráticos.
Así se inició un sainete legal. Esos espectáculos dantescos, en los que leguleyos con dificultades para la redacción de un castellano entendible por los simples mortales hacen su trabajo. El Ayuntamiento de Segovia, con aplomo y sin desviar la mirada de ese legado romano, presentó denuncia ante la Fiscalía. Esa Fiscalía de moral intachable que alejada de toda sospecha delictiva indica a otros mortales sus graves pecados contra los diez mandamientos del Estado. También avisó a la Junta de Castilla y León, que abrió diligencias por posible delito contra el patrimonio histórico. El actor protagonista del episodio devolvió la piedra —para evitar más chispas— y el Museo Provincial quedó encargado de custodiarla y, ojalá, devolverla a su lugar en el futuro. Pero el escándalo ya estaba servido: no es cualquier afrenta coger lo que no es tuyo, ni subastarlo como si fuera mercadillo. Ahora, la piedra -casi como un objeto sagrado, un ídolo de oro, un becerro dorado- descansa en un museo polvoriento, tranquila, esperando a que el tiempo la desgaste y la convierta en polvo.
La narrativa podría parecer tragicómica, pero no carece de matices humanos. Al vecino le escucharon, incluso antes de todo este embrollo, quejándose en programas televisivos de que no había placas que prohibieran apoyar la espalda en los sillares; que faltaban bolardos que detuviesen el tráfico demasiado cercano; que el famoso acueducto vivía sin protección real, rodeado de coches y turistas despreocupados. “Llevamos años sin señalización ni bolardos”, protestaba; “pues yo voy y la cojo, y en el proceso hago ruido, llamo la atención”, se dijo, con ese tipo de lógica que solo entiende quien se siente silencioso frente al monumento.
El Ayuntamiento, en cambio, no necesitó tambores ni subastas. En su versión, el acueducto está bajo vigilancia constante, perfectamente protegido. De hecho, varios legionarios romanos -ya entrados en años y sin suficientes años cotizados a la Seguridad Social- hacen las labores de dura vigilancia, no permitiendo que ningún vándalo altere la paz romana. Sabían exactamente dónde estaban todas las piedras, su posición y hasta su estado de ánimo. Y con voz solemne —pero firme— respondieron: “No toleramos que nadie toque, arranque ni se lleve piedras”. Heredaron siglos de vigilancia arqueológica, y no iban a ceder ante un intento de dramatismo viral.
Desde un enfoque literario, la escena parece sacada de un relato surrealista: un vecino-custodio del pasado que sacrifica una pieza del tiempo para encender las luces del presente; autoridades vigilantes que responden con leyes y expedientes. Una especie de poema visual que mezcla peticiones por el patrimonio, redes sociales, frikis justicieros y protocolos burocráticos. Todo ello con el telón de fondo del acueducto, ese gigante milenario de 1.900 años, que ha sobrevivido a imperios, guerras y el paso del automóvil… pero tal vez no a un segoviano con demasiada prisa por hacerse oír ni a una administración con bastante poca capacidad de reacción.
Si estuviéramos escribiendo una comedia tragicómica, este episodio sería el acto central: el momento en que el bien común y el patrimonio chocan con la espontaneidad bien intencionada de alguien que, con aire de Robin Hood local, quiso subastar cultura para salvarla. El problema, claro, es que en la realidad no hay risas cuando lo que subasta es historia. Pero qué oportunidad literaria nos dio: una piedra de granito que viajó de la piedra al meme, del muro al museo, de la acción impulsiva al interrogatorio judicial. Todo en menos de lo que canta un gallo… o de lo que tarda una piedra en moverse del sitio.
Y ahora, lector, amigo curioso, aquí tienes una historia, con un toque de retranca, un eco de humor irónico, pero sobre todo un recordatorio firme: nuestras piedras más duras, esas que caminamos sin ver, merecen más cuidado que un post en redes. Porque el verdadero monumento está en la convivencia entre historia y sentido común… y no en quien se lleva algo sin preguntar.
En el corazón de la comarca burgalesa del Arlanza, Covarrubias custodia un episodio singular que enlaza la historia de Castilla con la de Noruega. En 1258, la princesa Kristina, hija del rey Haakon IV de Noruega, emprendió un viaje épico hacia el sur de Europa para casarse con el infante Felipe, hermano del rey Alfonso X el Sabio. Aquella unión, fruto de alianzas diplomáticas y no de amor, llevó a la joven a un mundo extraño para ella: una Castilla austera y culturalmente distante de su Noruega natal. Cuatro años más tarde, la melancolía —quizá también la soledad— puso fin a su vida. Fue enterrada en Covarrubias, donde su tumba gótica aún guarda silencio sobre los sentimientos y el destino de aquella princesa nórdica lejos de su tierra.
El tiempo convirtió su historia en leyenda, y en el siglo XXI ese vínculo ha encontrado nuevas formas de expresarse. En 2011 se inauguró la Capilla de San Olav, un pequeño templo de inspiración vikinga levantado en las afueras del pueblo como homenaje a la princesa y a la figura de San Olav, patrón de Noruega. El edificio, de líneas sencillas y maderas cálidas, contrasta con la piedra castellana de la villa y simboliza la permanencia de este lazo histórico. También preside el paisaje una estatua donada por la ciudad noruega de Tønsberg, recordando que, aunque la historia de Kristina terminó en Castilla, su memoria sigue viva a orillas del fiordo que la vio nacer.
Hoy, Covarrubias ha hecho de ese pasado una herramienta para proyectarse al futuro. El legado de la princesa Kristina, sumado a la curiosidad que despierta este capítulo poco conocido de la historia europea, ha inspirado iniciativas culturales, hermanamientos y proyectos como la llamada Conexión Noruega. Más allá de su valor turístico, esta relación recuerda que la historia no se limita a batallas y reinos, sino que también se escribe con los viajes, sacrificios y ausencias de personas que, como Kristina, cruzaron mares y fronteras para cumplir destinos impuestos por la política de su tiempo. Covarrubias, con su colegiata y sus calles silenciosas, sigue siendo el escenario donde se entrelazan esas dos geografías distantes.
En la primavera de 1937, el mundo parecía caminar por la cuerda floja del tiempo. Europa era un continente que respiraba con ansiedad: el fascismo avanzaba en Italia y Alemania, la Guerra Civil devastaba España, y el eco del crac del 29 todavía resonaba en los Estados Unidos. La ciencia, sin embargo, parecía marchar al compás de un progreso sin freno. En los cielos, grandes titanes de aluminio y seda se deslizaban majestuosos sobre continentes y océanos. El más célebre de todos era el LZ 129 Hindenburg, orgullo del Tercer Reich y emblema flotante de una era que aún creía en la elegancia del aire.
Este zepelín no era sólo una máquina voladora. Era un símbolo: de lujo, de poder, de modernidad. Medía más de 245 metros de longitud —más que tres Boeing 747 en fila— y estaba impulsado por cuatro motores diésel Maybach que lo transportaban a velocidades cercanas a los 130 km/h. Su capacidad para cruzar el Atlántico en apenas tres días lo hacía la alternativa más rápida —y glamurosa— a los trasatlánticos de vapor. En sus entrañas no había filas de asientos estrechos, sino camarotes privados, salones con pianolas, comedores con vajilla de porcelana, y hasta un salón para fumadores, herméticamente sellado, en medio de una nave llena de hidrógeno.
La ingeniería del Hindenburg combinaba estructura rígida de aluminio, recubierta por una piel de algodón y celuloide, y compartimentos de gas divididos por celdas internas. Aunque el plan inicial era usar helio, las tensiones entre Alemania y Estados Unidos impidieron su venta, por lo que se utilizó hidrógeno, altamente inflamable, pero mucho más ligero y barato.
Operado por la Deutsche Zeppelin-Reederei, el Hindenburg era una maravilla tecnológica y un vehículo propagandístico. Con él, el régimen nazi sobrevoló ciudades y eventos, como los Juegos Olímpicos de Berlín, esparciendo panfletos e imágenes de un poder aéreo sereno, elegante y casi futurista. Sin embargo, su ruta más famosa era la transatlántica: Frankfurt a Lakehurst, Nueva Jersey. Un viaje reservado para las élites, pero que comenzaba a hacerse habitual.
Fue precisamente esa ruta la que marcaría su destino final.
El vuelo de mayo
El 3 de mayo de 1937, el Hindenburg despegó de Frankfurt con 97 personas a bordo —36 pasajeros y 61 miembros de tripulación— rumbo a su primer vuelo trasatlántico de la temporada. Había expectativas y entusiasmo: se esperaban más de diez viajes hacia América ese año, y este era sólo el comienzo. A bordo viajaban empresarios, periodistas, turistas acomodados y varios miembros de la tripulación aún en formación.
El cruce del océano fue, en términos generales, tranquilo. Aunque los fuertes vientos de primavera retrasaron ligeramente su llegada, el zepelín se mantenía firme. Desde sus ventanales los pasajeros observaban el Atlántico y el avance majestuoso sobre el continente americano. Muchos escribieron cartas durante el trayecto, y algunas llegaron a enviarse desde el propio dirigible en paradas intermedias.
Fue el 6 de mayo cuando la nave se aproximó a su destino final: la base aérea de Lakehurst, en Nueva Jersey. Eran las siete de la tarde. El cielo estaba cubierto, pero no tormentoso. Se trataba de una maniobra rutinaria: los dirigibles descendían mientras lanzaban cuerdas de amarre, ayudados por tripulantes en tierra. Pero ese día, la historia no seguiría el guion esperado.
Un instante para la eternidad
Mientras la tripulación preparaba el descenso, algo cambió en el aire. Se registraron pequeñas variaciones en la dirección del viento, lo que obligó a reajustar la maniobra. Algunos testigos afirmaron haber visto un resplandor en la parte trasera de la nave, otros escucharon un crujido seco, como una chispa de electricidad. Y entonces, sin previo aviso, estalló el infierno. Una llamarada surgió de la parte superior de la cola y, en cuestión de segundos, el fuego se extendió como una cascada furiosa a lo largo del fuselaje. El hidrógeno, al contacto con el oxígeno y posiblemente con una chispa electrostática, convirtió al majestuoso coloso en una antorcha de 245 metros de largo. El descenso lento previsto se transformó en una caída precipitada, envuelta en fuego, gritos y confusión.
En apenas 34 segundos, el zepelín se consumió casi por completo. Algunos pasajeros saltaron desde las ventanas, arriesgando piernas rotas por evitar una muerte ardiente. Otros fueron rescatados por la tripulación o arrojados por la explosión lejos de las llamas. Murieron 36 personas, incluyendo un trabajador de tierra. La mayoría de los sobrevivientes quedaron con quemaduras o traumas graves, aunque milagrosamente más de la mitad se salvó.
En tierra, el periodista Herbert Morrison transmitía en vivo para la radio WLS de Chicago. Su narración desgarradora —“Oh, the humanity!”— se convertiría en una de las frases más recordadas del siglo XX. La tragedia fue recogida en imágenes fotográficas y cinematográficas que recorrieron el mundo con una inmediatez sin precedentes. Era la primera catástrofe aérea globalmente televisada.
Teorías, causas y consecuencias
¿Qué causó realmente el desastre del Hindenburg? Hasta el día de hoy, la respuesta sigue siendo objeto de debate. La teoría más aceptada apunta a una chispa electrostática, generada por una tormenta eléctrica lejana o por fricción durante la maniobra de amarre. La chispa habría prendido una fuga de hidrógeno en la parte trasera, posiblemente causada por daños en una válvula o por fatiga del material.
Otra hipótesis sugiere que el recubrimiento del zepelín, hecho con materiales similares a los de los fuegos artificiales (aluminio pulverizado y óxido de hierro), podría haber contribuido a la rápida propagación del incendio. También hubo teorías más conspirativas —sabotaje, ataque extranjero, fallos de diseño deliberadamente ocultos— pero ninguna logró sostenerse con pruebas concluyentes.
Lo cierto es que el accidente marcó el fin de la era de los dirigibles. Aunque se intentó mantener en vuelo al Graf Zeppelin II, el prestigio de los zepelines se había desplomado. La imagen del coloso ardiente sobre Nueva Jersey quedó grabada a fuego en la memoria colectiva. La opinión pública ya no podía confiar en esas naves, por muy lujosas o modernas que parecieran.
Al mismo tiempo, la aviación con alas fijas —los aviones— empezaba a consolidarse como el transporte del futuro. Más rápidos, más pequeños y, en muchos casos, más seguros. Lo que fue el símbolo del futuro se convirtió, casi de inmediato, en una reliquia del pasado.
El legado del desastre
El accidente del Hindenburg no fue solo una tragedia aérea; fue un acontecimiento que redefinió los límites de la modernidad, la seguridad y la confianza tecnológica. Representó, en cierto modo, el final de una visión romántica del aire: los vuelos lentos, elevados, silenciosos, que surcaban los cielos como naves de un mundo mejor. También supuso un duro golpe para la propaganda nazi. El Hindenburg era no solo un medio de transporte, sino un emblema nacional. Su destrucción, retransmitida por todos los medios internacionales, empañó la imagen de eficiencia y dominio que el Tercer Reich buscaba proyectar. Pocos meses después, los recursos se volcaron en la aviación militar, y el sueño de los dirigibles quedó relegado a los libros de historia.
Hoy, el nombre Hindenburg resuena más por su tragedia que por sus logros. Su historia es enseñada en escuelas de ingeniería y comunicación, analizada en documentales y reconstruida en museos. Su huella perdura no por haber llevado a cientos de pasajeros a través del Atlántico, sino por haber enseñado, con crudeza, los límites del progreso cuando se ignora el riesgo.
A veces, la historia no se escribe con tinta, sino con fuego.
Paseo por Boñar -cabeza de comarca del valle del mismo nombre- el día de mercado. Día de júbilo y bullicio, donde el olor de encurtidos se mezcla con el de quesos y con el de perfumes falsos de marcas de renombre. La mezcla es auténtica, como la del mercado semanal en un pueblo de pasada tradición de tratantes de ganado.
Paseo sin rumbo, entre las ofertas únicas, las señoras regateando y los turistas extranjeros que se mueven como si aquello fuera otro planeta. Por estos lares se me pasa el tiempo rápidamente, ese bien tan preciado.
De viaje por Castilla he leído una noticia que afirmaba que los gestores del gobierno de Castilla y León van a pagar a un famoso 605.000 euros para que publicite esta región en la carrera de coches y motos del Dakar. Ciertamente no se puede pedir mejor forma de gestionar el dinero público. En el mismo viaje he visto pueblos casi congelados en los años 70 (del pasado siglo), o pueblos muertos demográficamente hablando, o carreteras de dudosa calidad, o industrias desmanteladas hace décadas, y un largo etcétera de "deconstrucciones" (que dirían los postmodernos) de Castilla. Lo más seguro es que todas estas calamidades se deban a que no se ha publicitado bien esta región en tan famosa prueba deportiva. Tranquilos, nuestros políticos saben lo que hacen.
Hubo un tiempo en el que las diferentes regiones españolas utilizaban sus propios sistemas de medida de longitud, volumen y peso. Hoy, al viajar y parar a comer en un restaurante de carretera de nuestra maltrecha Castilla, una fanega colgada de la pared me ha recordado el final del antiguo régimen y el comienzo de la modernidad en España. En el mismo viaje por la España postmoderna y postindustrial, he pasado por pueblos con poca gente, casas en ruinas y carreteras de paso, donde ya nadie se queda. Tal vez esa fanega es un objeto que representa tiempos pasados, tiempos más florecientes para Castilla, quién sabe. El caso es que en 1880 España asumió el Sistema Métrico Decimal, y la modernidad desbordó y trastocó todo. Gracias a este sistema podemos comerciar sin grandes problemas con gran parte del mundo, y no tenemos que explicar qué una fanega son 55,5 litros o 6459,6 metros cuadrados. Cosas de la historia.
El verano da para mucho, y una de sus ventajas es el poder leer. Ahora estoy con un libro magnífico, duro y crudo por lo que describe, pero realmente bueno: The Things They Carried (Las cosas que llevaban) de Tim O’Brien. Es una colección de relatos cortos entrelazados sobre soldados estadounidenses en la Guerra de Vietnam. O’Brien, que fue veterano, mezcla ficción y memoria para narrar:
Objetos físicos que los soldados llevaban (armas, cartas, fotos, amuletos, comida, etc.). Lo importante de estos objetos como realidades materiales de su vida pasada, de su hogar, de sus recuerdos. Tal vez mucho más importantes que su equipo de combate.
Cargas emocionales como el miedo, la culpa, la nostalgia o la esperanza. En sus propias carnes, vive en una de las historias su intento de huida a Canadá para evitar la guerra.
Anécdotas y escenas tanto en combate como en los momentos de descanso, en la jungla o en el regreso a casa. Sin caer en sensiblerías, crudo y real, como la guerra misma.
El libro no es puramente un informe histórico; es profundamente humano, con un tono que combina realismo, poesía y crudeza. Si quieres leer un retrato vívido de la experiencia de los soldados y su mundo cotidiano, es probablemente la obra más recomendada para adentrarse en lo que vivieron los jóvenes soldados useños a tantos quilómetros de sus hogares.
He terminado la lectura de "Breve historia de la guerra de Vietnam" de Raquel Barrios Ramos, un libro que supone una primera aproximación al conflicto que marcó al país dominante en aquella época: los EE.UU. El libro no destaca por su orden cronológico, ni por el cuidado a la hora de ir organizando de forma ordenada la historia, es un libro confuso -va y viene- y por tanto desordenado, pero tiene algo muy interesante: muy buen contexto de lo que pasó antes de la llegada de los USA al conflicto, es decir, el colonialismo francés. El resto ya es historia, 2 millones de vietnamitas asesinados en bombardeos indiscriminados, contaminación química y destrucción de la selva, numerosos huérfanos, 58.000 jóvenes useños muertos, los que regresaron a su país discriminados y traumatizados, etc. etc. Las guerras son un asco.
En estos días el globalismo atlantista y los negocios armamentísticos están apretando para que los países gasten más dinero para la guerras. Mi pregunta es simple ¿Cuántas madres españolas están dispuestas a sacrificar a sus hijos para garantizar la integridad territorial de Estonia? Pues eso, las guerras son un asco......
Aprendí que una cultura distinta no nos desvelaría sus secretos tan sólo porque así se lo ordenásemos y que antes de encontrarnos con ella era necesario pasar por una larga y sólida preparación