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"Estas son mis opiniones, si no te gustan tengo más"
En los extensos paisajes árticos de Finlandia, donde el hielo parece devorar todo atisbo de vida, surge El Rompehielos como una de las propuestas televisivas más inquietantes del 2024. La serie, creada por Mia Ylönen y estrenada en AMC+, se sumerge en los códigos del nordic noirpero los tiñe de un terror fantástico que desde el primer momento se presenta inexplicable, casi intangible, logrando que el espectador quede atrapado por la sensación de no comprender del todo qué está pasando. Ese misterio inicial es, de hecho, uno de los mayores aciertos de la producción: cada personaje que aparece parece arrastrar un secreto, cada pasillo del barco encierra un eco invisible, y cada plano exterior de la inmensidad blanca funciona como un recordatorio de que la supervivencia aquí es tan improbable como lo es la verdad misma.
Uno de los mayores logros de la serie es su protagonista, interpretada con gran convicción por Jessica Grabowsky. Su Sanna Tanner, guardacostas arrastrada al epicentro de una pesadilla helada, resulta creíble, cercana y al mismo tiempo vulnerable, algo esencial en un relato donde lo inexplicable amenaza con devorar cualquier lógica. Su actuación se complementa con un elenco enigmático que parece diseñado para sembrar dudas constantes: no sabemos quién oculta qué, ni en qué punto los aliados pueden convertirse en enemigos, y aunque esta ambigüedad resulta estimulante, en ocasiones la serie peca de dar giros demasiado bruscos, transformando a personajes de buenos a malos en cuestión de escenas, lo que erosiona ligeramente la coherencia dramática. Sin embargo, este desconcierto también forma parte del hechizo: seguimos viendo porque necesitamos desentrañar quiénes son en realidad estas figuras atrapadas en el hielo.
Visualmente y acústicamente, El Rompehielos brilla con una fuerza hipnótica. La fotografía de los exteriores, con sus planos abiertos del mar helado y la noche polar, transmite un frío que atraviesa la pantalla. Pero es el interior del rompehielos lo que se lleva la palma: sus pasillos desiertos, sus salas iluminadas por luces mortecinas y su atmósfera densa convierten al barco en un personaje más, un ente fantasmagórico que parece tener voluntad propia. A ello se suma el uso eficaz de los flashbacks, que van dosificando información y conectando la trama con un trasfondo de mitología finlandesa que aporta un sabor único. Las leyendas de espíritus vengativos y presencias ancestrales flotan sobre el relato, reforzando la sensación de que estamos ante un horror que va más allá de lo humano, un mal que se funde con el propio paisaje.
No obstante, pese a estas virtudes, la serie no está exenta de sombras. En más de un episodio se tiene la impresión de que la trama avanza a trompicones, demasiado ocupada en recrear atmósferas como para dar explicaciones mínimas que sostengan el pacto de verosimilitud. Uno de los ejemplos más evidentes es la ausencia de una justificación clara sobre por qué los guardacostas no son rescatados, un detalle que, aunque secundario, hubiera aportado una base más sólida al relato. Lo mismo ocurre con algunas casualidades que acompañan a la protagonista, demasiado convenientes para ser creíbles y que, en exceso, pueden sacar al espectador de la historia. Y, sin embargo, todo esto forma parte del juego: El Rompehielos no pretende ser un relato lógico, sino un descenso a lo irracional, un viaje a un territorio donde las reglas de lo real se quiebran bajo el peso de lo mítico. Por eso, más allá de sus imperfecciones, la serie consigue lo más difícil: dejarnos helados, inquietos y deseando saber qué demonios acechan en la oscuridad del hielo.
Todos los aficionados al cine hemos visto alguna película ambientada en la Guerra del Vietnam. En ella vemos a los soldados useños con un rifle que tiene una especie de asidero en la parte superior. En realidad se trata del fusil de asalto M16, que fue el arma más utilizada por el ejército de Estados Unidos en la Guerra de Vietnam.
M16A1 en la parte superior
Originalmente, en los primeros compases del conflicto (principios de los años 60), muchas tropas estadounidenses aún portaban el M14, un fusil más largo, pesado y con munición 7,62×51 mm OTAN. Sin embargo, el M14 resultaba poco adecuado para la guerra en la jungla: su peso, retroceso y longitud lo hacían difícil de manejar en combate cerrado.
A partir de 1965‑1966, el M16, de calibre 5,56×45 mm, fue adoptado de forma masiva por el ejército y los marines. Era más ligero, permitía llevar más munición y tenía una cadencia de fuego elevada, lo que lo hacía más adecuado para enfrentamientos rápidos y a corta distancia. Aunque en sus primeros años en Vietnam sufrió problemas graves de fiabilidad (atascos, corrosión por falta de mantenimiento adecuado y por la pólvora utilizada), estos fallos se corrigieron en versiones posteriores como el M16A1, que terminó siendo el fusil estándar hasta el final de la guerra.
El fusil M14, utilizado en los primeros compases de la Guerra de Vietnam
Su origen se remonta a finales de los años 50, cuando la compañía Armalite desarrolló el AR‑15, un fusil ligero y automático diseñado por Eugene Stoner. El ejército estadounidense buscaba sustituir al M14 por un arma más ligera, con menor retroceso y capaz de disparar un calibre de alta velocidad (small caliber high velocity, SCHV) para facilitar el control en fuego automático. El AR‑15 fue adquirido por Colt, que lo adaptó a las especificaciones militares, resultando en el M16. Utilizaba cartuchos de 5,56×45 mm —más pequeños que los tradicionales 7,62×51 mm OTAN— lo que permitía a los soldados transportar más munición y realizar ráfagas más controladas, algo crucial en combate en selva y a corta distancia.
Soldados de Vietnam del Sur con el M16
El M16 fue introducido de forma generalizada en Vietnam a partir de 1965, pero su debut estuvo plagado de problemas. El ejército lo promocionó como “arma que no necesitaba limpieza frecuente”, lo cual era falso. Además, por razones logísticas, se cambió la pólvora sin modificar el diseño, lo que provocaba acumulación de residuos y atascos frecuentes, especialmente en la humedad y el barro de la jungla. Las tropas se quejaban de bloqueos letales en mitad del combate. Esto llevó a que a finales de 1967 se introdujera el M16A1, con un sistema de cromado en la recámara y el cañón, cambios en el mecanismo y la instrucción obligatoria de limpieza con kits de mantenimiento ocultos en la culata.
A partir de ahí, el M16A1 ganó una reputación mucho más fiable y se convirtió en el fusil estándar de la infantería estadounidense. Su ligereza (menos de 3,5 kg descargado), precisión y control en fuego automático hicieron que reemplazara completamente al M14 en la mayor parte de las unidades de combate. Con el tiempo, derivó en versiones más modernas como el M16A2, M16A3 y M16A4, y en la familia de carabinas M4 que aún hoy siguen en servicio. En la Guerra de Vietnam, pese a sus inicios problemáticos, el M16 acabó siendo el arma más utilizada y simbólica de las fuerzas estadounidenses, además de un referente en el cambio de paradigma hacia fusiles de calibre intermedio y gran cadencia de fuego.
En la guerra fría el fusil M16 fue el símbolo del bando capitalista frente al famoso fusil de asalto AK-47 del bando socialista.
Algunas de las películas donde aparece el famoso fusil:
🎬 1. Platoon (1986, Oliver Stone) Probablemente una de las representaciones más icónicas de Vietnam. Muestra con bastante realismo el M16A1 en combate en la jungla, junto con M60 y M79. Los protagonistas, como Charlie Sheen y Willem Dafoe, portan el M16 en la mayoría de escenas.
🎬 2. Full Metal Jacket (La Chaqueta Metálica, 1987, Stanley Kubrick) En la segunda mitad de la película, ambientada en la ofensiva del Tet (1968), la unidad de marines combate en Hue con M16A1. Es muy visible en las secuencias urbanas, combinado con armas como la M60 y la escopeta Ithaca 37.
🎬 3. We Were Soldiers (Cuando éramos soldados, 2002, Randall Wallace) Basada en la batalla de Ia Drang (1965), muestra los primeros despliegues masivos del M16 en Vietnam. Refleja los problemas iniciales de fiabilidad, ya que históricamente ocurrió en esos años.
🎬 4. Hamburger Hill (La colina de la hamburguesa, 1987, John Irvin) Retrata el asalto estadounidense a la colina 937 en 1969. El M16A1 es el fusil principal de la unidad, y la película enfatiza el combate intenso y las condiciones extremas.
🎬 5. The Green Berets (Boinas verdes, 1968, John Wayne) Aunque más propagandística y menos realista, fue de las primeras películas en mostrar el M16 durante la guerra, ya que se rodó en plena contienda. Fue una película de propaganda por parte de John Wayne, que no piso un frente de guerra en su vida. De haberlo hecho no hubiera filmado esta película.....
🎬 6. Apocalypse Now (1979, Francis Ford Coppola)
En varias escenas se ven soldados y oficiales armados con M16, especialmente en la parte inicial del viaje por el río.
Hay historias que no necesitan fantasmas para helarnos la sangre. Cujo, publicada por Stephen King en 1981, es uno de esos relatos en los que lo monstruoso se arraiga en lo cotidiano. Un perro bonachón convertido en una bestia rabiosa, un coche averiado bajo el sol de un verano implacable, una madre y un hijo atrapados en un escenario que parece tan ordinario que casi podríamos imaginarlo en nuestra propia calle. El horror aquí no nace de dimensiones alternativas ni de criaturas imposibles, sino de la crudeza física y del azar letal que la vida puede deparar. Cuando en 1983 Lewis Teague llevó la historia a la gran pantalla, el reto era obvio: conservar esa tensión sin adornos, esa claustrofobia física que King había destilado en cada página. El resultado, sin embargo, se quedó a medio camino entre la fidelidad y la domesticación del terror, optando por un desenlace que, lejos de potenciar el golpe emocional, lo amortigua para no dejar heridas abiertas en la audiencia.
En términos cinematográficos, la adaptación de Cujo es un ejercicio notable en varios frentes. Rodada en California durante el verano, la producción enfrentó el desafío de trabajar con múltiples perros entrenados. Dee Wallace, en el papel de Donna Trenton, aporta una entrega física y emocional que sostiene la película entera: su sudor, su respiración agitada, la mirada en la que se mezclan el instinto protector y el terror puro, resultan tan creíbles que uno olvida por momentos que está viendo una actriz y no una madre real luchando contra lo inevitable. Danny Pintauro, como el pequeño Tad, encarna con precisión el miedo infantil, mientras que el montaje de Neil Travis y la fotografía de Jan de Bont acentúan el calor sofocante y la sensación de encierro. La cámara se pega a los cristales empañados, captura el zumbido de las moscas, deja que el tiempo se estire como un suplicio. Técnicamente, el film logra trasladar la experiencia sensorial de estar atrapado en ese coche con la amenaza rondando afuera. Y sin embargo, pese a ese virtuosismo formal, el guion introduce una grieta fundamental: la decisión de salvar al niño en el último instante.
En la novela, King se permite una crueldad que roza lo insoportable. Tad no muere devorado por el perro, sino lentamente, consumido por la deshidratación y el golpe de calor. Es una muerte “real”, sin heroísmos de último segundo, sin deus ex machina. King sabe que el terror más puro está en lo que no se puede revertir, en esa súbita consciencia de que no hay marcha atrás. La simbología es clara: los monstruos imaginarios —el del armario que Tad teme al inicio— son reemplazados por monstruos tangibles, y estos no siempre se pueden vencer. Donna mata a Cujo, sí, pero su victoria no es total; el precio es irreversible. En esa renuncia al final feliz está la médula de la novela: la constatación de que la vida, como el horror, no respeta las reglas del relato convencional. La tragedia no distingue entre los “buenos” y los “malos”, y la fuerza de voluntad, por más épica que sea, no garantiza el rescate. Es un recordatorio cruel, pero honesto, del carácter arbitrario del destino.
La diferencia entre libro y película, entonces, no es solo de argumento, sino de naturaleza. En el libro, el final actúa como un golpe seco que deja al lector desarmado, pensando en lo inútil de ciertos esfuerzos, en lo frágiles que somos frente a una concatenación de infortunios. En la película, el mismo momento se convierte en un clímax triunfal: Donna rescata a Tad, lo reanima, y ambos sobreviven para ser abrazados por el alivio del espectador. El impacto narrativo cambia radicalmente. Donde King buscaba inquietud prolongada, el film ofrece catarsis; donde la novela deja una cicatriz emocional, la película deja un suspiro de alivio. El espectador de cine sale de la sala reconfortado, el lector de King cierra el libro con un nudo en la garganta que no se desata fácilmente. No es que el final feliz carezca de valor; simplemente no es Cujo tal como King lo concibió.
Esa alteración del desenlace resta, inevitablemente, fuerza a la adaptación. Es como si al llegar al borde del precipicio, la película se apartara para evitar que el espectador mire el abismo. No es un caso aislado: Hollywood ha suavizado muchas historias duras para ajustarlas a lo que considera “aceptable” para el público general. Pero hay ejemplos en los que se ha hecho lo contrario, y ahí radica la ironía. Pensemos en La niebla (2007), adaptación de Frank Darabont de otro relato de King. En ese caso, el director tomó un final ya pesimista y lo llevó a un extremo desgarrador, superando incluso la crueldad del texto original. El resultado fue una reacción visceral del público: incredulidad, llanto, rabia… pero también un reconocimiento unánime de que ese final había grabado la película en la memoria colectiva. Cujo podría haber tenido un destino similar si hubiera respetado la implacabilidad de la novela. En cambio, optó por cerrar la herida antes de que sangrara, privando a la historia de su golpe maestro. El terror, como la vida, necesita a veces recordarnos que no siempre ganamos, que no siempre hay un amanecer después de la noche más oscura. En el universo de King, esa verdad incómoda es parte de la magia. Y en la versión cinematográfica de Cujo, lamentablemente, se perdió.
A cualquier persona que le guste el campo y la montaña sabrá la importancia que tiene un buen calzado. Ahora, imagínate que estas en la jungla, lloviendo, con barro, serpientes y 35 kilogramos de material a tus espaldas. Aquí ahora el calzado no es importante, es vital. En la Guerra de Vietnam, los soldados americanos que se tuvieron que enfrentar a condiciones muy duras, la respuesta del ejercito fue la creación de las Type III Jungle Boots (modelo 1969). Esta es su historia:
Contexto histórico
En 1969, cuando el Ejército de Estados Unidos introdujo la versión definitiva del Type III Jungle Boot, el conflicto de Vietnam se encontraba en una fase de gran complejidad táctica y política. El calzado militar americano llevaba varios años de adaptación progresiva desde las primeras campañas en el sudeste asiático a principios de la década de 1960. Las primeras versiones, inspiradas en modelos británicos y estadounidenses usados en la Segunda Guerra Mundial y en Panamá, habían mostrado deficiencias graves frente a las condiciones extremas de la jungla vietnamita: humedad constante, barro denso, vegetación cortante y suelos infestados de insectos y hongos. El Type III fue el resultado de un largo proceso de desarrollo que buscaba dar al soldado un calzado que fuera a la vez resistente, drenante y cómodo para marchas prolongadas en entornos saturados de agua. El modelo de 1969 incorporaba mejoras basadas en la experiencia acumulada durante los años más intensos de la guerra, donde la movilidad ligera, la resistencia a enfermedades tropicales y la fiabilidad del equipo eran factores decisivos para la supervivencia en combate.
La guerra en la jungla y los problemas previos del calzado
La selva vietnamita era, en términos logísticos, un enemigo tan formidable como el propio Viet Cong. Las lluvias monzónicas convertían los senderos en ríos de barro y las temperaturas elevadas, combinadas con humedad del 90 %, hacían que el pie del soldado pasara más tiempo mojado que seco. Las botas de campaña convencionales —como las de cuero macizo tipo combat boot de la Segunda Guerra Mundial y Corea— retenían el agua y fomentaban la aparición de pie de trinchera, infecciones fúngicas y laceraciones permanentes. Incluso las primeras “jungle boots” de lona y cuero, probadas en la década de 1960, sufrían problemas de durabilidad: las costuras se deterioraban rápido, el cuero se pudría y las suelas no ofrecían suficiente agarre en pendientes resbaladizas. Los soldados debían cambiar calcetines constantemente y, en muchas patrullas, llevaban pares extra colgando de la mochila para intentar mitigar el daño. Antes de 1969, el calzado era más un obstáculo que un aliado, y cada paso en el fango representaba no solo desgaste físico, sino una amenaza silenciosa para la salud operativa de la unidad.
Pros y contras del Type III (1969) y comparación con el calzado enemigo
El Type III Jungle Boot de 1969 introdujo avances significativos: empeine de lona de nailon que secaba más rápido, puntera y talón reforzados en cuero tratado, suela de caucho con diseño “Panama” para expulsar barro y canales de drenaje en la parte inferior que permitían evacuar el agua acumulada. Su peso reducido y mayor transpirabilidad ofrecían una ventaja tangible en patrullas largas. Sin embargo, no estaba exento de problemas: el drenaje no impedía que la bota permaneciera húmeda durante horas, lo que seguía causando ampollas y hongos; la suela, aunque eficaz contra el barro, se desgastaba con rapidez sobre superficies rocosas; y su coste y logística de suministro eran muy superiores al calzado improvisado de la guerrilla. Aquí la comparación con las sandalias de neumático usadas por el Viet Cong y las tropas norvietnamitas es reveladora: aquellas “dép cao su” eran casi indestructibles, ligeras, silenciosas en la marcha y podían fabricarse localmente con materiales reciclados, principalmente neumáticos viejos. Aunque no ofrecían la misma protección contra espinas o serpientes, daban a sus usuarios una libertad de movimiento y una simplicidad logística que los estadounidenses no podían igualar. En definitiva, el Type III Jungle Boot fue un avance notable para las fuerzas estadounidenses, pero también un recordatorio de que, en la guerra de Vietnam, la sofisticación tecnológica no siempre superaba la adaptabilidad y austeridad del enemigo. En cualquier caso, el ejercito de las "sandalias" ganó al de las botas.
Era un día cualquiera en Segovia, esa joya romana de granito eterno, cuando un vecino —al que cariñosamente imaginamos como un Quijote moderno— sintió que el acueducto estaba siendo ignorado, tal vez abandonado a su suerte. No encontró pancartas, ni manifestaciones, ni siquiera una nota de voz lamentándose en WhatsApp. Pero sí una piedra. Una sola piedra —un sillar de 17,3 kilos con medidas generosas: 25 × 22 × 15 cm— que, según su versión, llevaba allí, temblorosa y olvidada, “soltándose” con el paso del tiempo. Supuestamente abandonada a su suerte y lista para ser recogida por manos preocupadas.
Así que, armado con la mejor de las intenciones (eso afirmaba), decidió arrancarla o recogerla, como quien arranca una espina molesta, y llevársela a casa. “Si no lo hacía yo, probablemente alguien menos preocupado —un turista con selfie en mano— la habría pateado o encajado en su bolso, ¿no?”. En su mente, aquella piedra era un símbolo: una protesta con peso —literal y figurado—, una llamada de atención sobre un monumento patrimonial que fingía estar en silencio. Entonces, desplegó su plan maestro: subasta en redes sociales. Precio de salida: 1.000 €. Prometía donar lo recaudado. Para él, era un acto lírico, profundamente altruista, casi heroico.
Pero en la vida real, los monumentos no aceptan interpretaciones poéticas sin consecuencias. Las autoridades tienen ojos cuando les interesa y también papeles oficiales, y ellas sabían exactamente qué piedra era, dónde estaba y lo que se hace —o no— con ella. Enseguida dejaron caer el martillo del derecho: esa piedra no se había caído del acueducto, sino que había sido arrancada. Un acto imperdonable para nuestras autoridades que vigilan y cuidan escrupulosamente todo nuestro patrimonio, sin dejar perder nunca una iglesia románica o un pequeño puente medieval. Además, no pertenecía al acueducto como tal, sino a un muro de mampostería adosado en la plaza de Avendaño —otra parte del patrimonio, sí, pero con su posición perfectamente documentada en los largos registros burocráticos.
Así se inició un sainete legal. Esos espectáculos dantescos, en los que leguleyos con dificultades para la redacción de un castellano entendible por los simples mortales hacen su trabajo. El Ayuntamiento de Segovia, con aplomo y sin desviar la mirada de ese legado romano, presentó denuncia ante la Fiscalía. Esa Fiscalía de moral intachable que alejada de toda sospecha delictiva indica a otros mortales sus graves pecados contra los diez mandamientos del Estado. También avisó a la Junta de Castilla y León, que abrió diligencias por posible delito contra el patrimonio histórico. El actor protagonista del episodio devolvió la piedra —para evitar más chispas— y el Museo Provincial quedó encargado de custodiarla y, ojalá, devolverla a su lugar en el futuro. Pero el escándalo ya estaba servido: no es cualquier afrenta coger lo que no es tuyo, ni subastarlo como si fuera mercadillo. Ahora, la piedra -casi como un objeto sagrado, un ídolo de oro, un becerro dorado- descansa en un museo polvoriento, tranquila, esperando a que el tiempo la desgaste y la convierta en polvo.
La narrativa podría parecer tragicómica, pero no carece de matices humanos. Al vecino le escucharon, incluso antes de todo este embrollo, quejándose en programas televisivos de que no había placas que prohibieran apoyar la espalda en los sillares; que faltaban bolardos que detuviesen el tráfico demasiado cercano; que el famoso acueducto vivía sin protección real, rodeado de coches y turistas despreocupados. “Llevamos años sin señalización ni bolardos”, protestaba; “pues yo voy y la cojo, y en el proceso hago ruido, llamo la atención”, se dijo, con ese tipo de lógica que solo entiende quien se siente silencioso frente al monumento.
El Ayuntamiento, en cambio, no necesitó tambores ni subastas. En su versión, el acueducto está bajo vigilancia constante, perfectamente protegido. De hecho, varios legionarios romanos -ya entrados en años y sin suficientes años cotizados a la Seguridad Social- hacen las labores de dura vigilancia, no permitiendo que ningún vándalo altere la paz romana. Sabían exactamente dónde estaban todas las piedras, su posición y hasta su estado de ánimo. Y con voz solemne —pero firme— respondieron: “No toleramos que nadie toque, arranque ni se lleve piedras”. Heredaron siglos de vigilancia arqueológica, y no iban a ceder ante un intento de dramatismo viral.
Desde un enfoque literario, la escena parece sacada de un relato surrealista: un vecino-custodio del pasado que sacrifica una pieza del tiempo para encender las luces del presente; autoridades vigilantes que responden con leyes y expedientes. Una especie de poema visual que mezcla peticiones por el patrimonio, redes sociales, frikis justicieros y protocolos burocráticos. Todo ello con el telón de fondo del acueducto, ese gigante milenario de 1.900 años, que ha sobrevivido a imperios, guerras y el paso del automóvil… pero tal vez no a un segoviano con demasiada prisa por hacerse oír ni a una administración con bastante poca capacidad de reacción.
Si estuviéramos escribiendo una comedia tragicómica, este episodio sería el acto central: el momento en que el bien común y el patrimonio chocan con la espontaneidad bien intencionada de alguien que, con aire de Robin Hood local, quiso subastar cultura para salvarla. El problema, claro, es que en la realidad no hay risas cuando lo que subasta es historia. Pero qué oportunidad literaria nos dio: una piedra de granito que viajó de la piedra al meme, del muro al museo, de la acción impulsiva al interrogatorio judicial. Todo en menos de lo que canta un gallo… o de lo que tarda una piedra en moverse del sitio.
Y ahora, lector, amigo curioso, aquí tienes una historia, con un toque de retranca, un eco de humor irónico, pero sobre todo un recordatorio firme: nuestras piedras más duras, esas que caminamos sin ver, merecen más cuidado que un post en redes. Porque el verdadero monumento está en la convivencia entre historia y sentido común… y no en quien se lleva algo sin preguntar.
En el corazón de la comarca burgalesa del Arlanza, Covarrubias custodia un episodio singular que enlaza la historia de Castilla con la de Noruega. En 1258, la princesa Kristina, hija del rey Haakon IV de Noruega, emprendió un viaje épico hacia el sur de Europa para casarse con el infante Felipe, hermano del rey Alfonso X el Sabio. Aquella unión, fruto de alianzas diplomáticas y no de amor, llevó a la joven a un mundo extraño para ella: una Castilla austera y culturalmente distante de su Noruega natal. Cuatro años más tarde, la melancolía —quizá también la soledad— puso fin a su vida. Fue enterrada en Covarrubias, donde su tumba gótica aún guarda silencio sobre los sentimientos y el destino de aquella princesa nórdica lejos de su tierra.
El tiempo convirtió su historia en leyenda, y en el siglo XXI ese vínculo ha encontrado nuevas formas de expresarse. En 2011 se inauguró la Capilla de San Olav, un pequeño templo de inspiración vikinga levantado en las afueras del pueblo como homenaje a la princesa y a la figura de San Olav, patrón de Noruega. El edificio, de líneas sencillas y maderas cálidas, contrasta con la piedra castellana de la villa y simboliza la permanencia de este lazo histórico. También preside el paisaje una estatua donada por la ciudad noruega de Tønsberg, recordando que, aunque la historia de Kristina terminó en Castilla, su memoria sigue viva a orillas del fiordo que la vio nacer.
Hoy, Covarrubias ha hecho de ese pasado una herramienta para proyectarse al futuro. El legado de la princesa Kristina, sumado a la curiosidad que despierta este capítulo poco conocido de la historia europea, ha inspirado iniciativas culturales, hermanamientos y proyectos como la llamada Conexión Noruega. Más allá de su valor turístico, esta relación recuerda que la historia no se limita a batallas y reinos, sino que también se escribe con los viajes, sacrificios y ausencias de personas que, como Kristina, cruzaron mares y fronteras para cumplir destinos impuestos por la política de su tiempo. Covarrubias, con su colegiata y sus calles silenciosas, sigue siendo el escenario donde se entrelazan esas dos geografías distantes.
En la primavera de 1937, el mundo parecía caminar por la cuerda floja del tiempo. Europa era un continente que respiraba con ansiedad: el fascismo avanzaba en Italia y Alemania, la Guerra Civil devastaba España, y el eco del crac del 29 todavía resonaba en los Estados Unidos. La ciencia, sin embargo, parecía marchar al compás de un progreso sin freno. En los cielos, grandes titanes de aluminio y seda se deslizaban majestuosos sobre continentes y océanos. El más célebre de todos era el LZ 129 Hindenburg, orgullo del Tercer Reich y emblema flotante de una era que aún creía en la elegancia del aire.
Este zepelín no era sólo una máquina voladora. Era un símbolo: de lujo, de poder, de modernidad. Medía más de 245 metros de longitud —más que tres Boeing 747 en fila— y estaba impulsado por cuatro motores diésel Maybach que lo transportaban a velocidades cercanas a los 130 km/h. Su capacidad para cruzar el Atlántico en apenas tres días lo hacía la alternativa más rápida —y glamurosa— a los trasatlánticos de vapor. En sus entrañas no había filas de asientos estrechos, sino camarotes privados, salones con pianolas, comedores con vajilla de porcelana, y hasta un salón para fumadores, herméticamente sellado, en medio de una nave llena de hidrógeno.
La ingeniería del Hindenburg combinaba estructura rígida de aluminio, recubierta por una piel de algodón y celuloide, y compartimentos de gas divididos por celdas internas. Aunque el plan inicial era usar helio, las tensiones entre Alemania y Estados Unidos impidieron su venta, por lo que se utilizó hidrógeno, altamente inflamable, pero mucho más ligero y barato.
Operado por la Deutsche Zeppelin-Reederei, el Hindenburg era una maravilla tecnológica y un vehículo propagandístico. Con él, el régimen nazi sobrevoló ciudades y eventos, como los Juegos Olímpicos de Berlín, esparciendo panfletos e imágenes de un poder aéreo sereno, elegante y casi futurista. Sin embargo, su ruta más famosa era la transatlántica: Frankfurt a Lakehurst, Nueva Jersey. Un viaje reservado para las élites, pero que comenzaba a hacerse habitual.
Fue precisamente esa ruta la que marcaría su destino final.
El vuelo de mayo
El 3 de mayo de 1937, el Hindenburg despegó de Frankfurt con 97 personas a bordo —36 pasajeros y 61 miembros de tripulación— rumbo a su primer vuelo trasatlántico de la temporada. Había expectativas y entusiasmo: se esperaban más de diez viajes hacia América ese año, y este era sólo el comienzo. A bordo viajaban empresarios, periodistas, turistas acomodados y varios miembros de la tripulación aún en formación.
El cruce del océano fue, en términos generales, tranquilo. Aunque los fuertes vientos de primavera retrasaron ligeramente su llegada, el zepelín se mantenía firme. Desde sus ventanales los pasajeros observaban el Atlántico y el avance majestuoso sobre el continente americano. Muchos escribieron cartas durante el trayecto, y algunas llegaron a enviarse desde el propio dirigible en paradas intermedias.
Fue el 6 de mayo cuando la nave se aproximó a su destino final: la base aérea de Lakehurst, en Nueva Jersey. Eran las siete de la tarde. El cielo estaba cubierto, pero no tormentoso. Se trataba de una maniobra rutinaria: los dirigibles descendían mientras lanzaban cuerdas de amarre, ayudados por tripulantes en tierra. Pero ese día, la historia no seguiría el guion esperado.
Un instante para la eternidad
Mientras la tripulación preparaba el descenso, algo cambió en el aire. Se registraron pequeñas variaciones en la dirección del viento, lo que obligó a reajustar la maniobra. Algunos testigos afirmaron haber visto un resplandor en la parte trasera de la nave, otros escucharon un crujido seco, como una chispa de electricidad. Y entonces, sin previo aviso, estalló el infierno. Una llamarada surgió de la parte superior de la cola y, en cuestión de segundos, el fuego se extendió como una cascada furiosa a lo largo del fuselaje. El hidrógeno, al contacto con el oxígeno y posiblemente con una chispa electrostática, convirtió al majestuoso coloso en una antorcha de 245 metros de largo. El descenso lento previsto se transformó en una caída precipitada, envuelta en fuego, gritos y confusión.
En apenas 34 segundos, el zepelín se consumió casi por completo. Algunos pasajeros saltaron desde las ventanas, arriesgando piernas rotas por evitar una muerte ardiente. Otros fueron rescatados por la tripulación o arrojados por la explosión lejos de las llamas. Murieron 36 personas, incluyendo un trabajador de tierra. La mayoría de los sobrevivientes quedaron con quemaduras o traumas graves, aunque milagrosamente más de la mitad se salvó.
En tierra, el periodista Herbert Morrison transmitía en vivo para la radio WLS de Chicago. Su narración desgarradora —“Oh, the humanity!”— se convertiría en una de las frases más recordadas del siglo XX. La tragedia fue recogida en imágenes fotográficas y cinematográficas que recorrieron el mundo con una inmediatez sin precedentes. Era la primera catástrofe aérea globalmente televisada.
Teorías, causas y consecuencias
¿Qué causó realmente el desastre del Hindenburg? Hasta el día de hoy, la respuesta sigue siendo objeto de debate. La teoría más aceptada apunta a una chispa electrostática, generada por una tormenta eléctrica lejana o por fricción durante la maniobra de amarre. La chispa habría prendido una fuga de hidrógeno en la parte trasera, posiblemente causada por daños en una válvula o por fatiga del material.
Otra hipótesis sugiere que el recubrimiento del zepelín, hecho con materiales similares a los de los fuegos artificiales (aluminio pulverizado y óxido de hierro), podría haber contribuido a la rápida propagación del incendio. También hubo teorías más conspirativas —sabotaje, ataque extranjero, fallos de diseño deliberadamente ocultos— pero ninguna logró sostenerse con pruebas concluyentes.
Lo cierto es que el accidente marcó el fin de la era de los dirigibles. Aunque se intentó mantener en vuelo al Graf Zeppelin II, el prestigio de los zepelines se había desplomado. La imagen del coloso ardiente sobre Nueva Jersey quedó grabada a fuego en la memoria colectiva. La opinión pública ya no podía confiar en esas naves, por muy lujosas o modernas que parecieran.
Al mismo tiempo, la aviación con alas fijas —los aviones— empezaba a consolidarse como el transporte del futuro. Más rápidos, más pequeños y, en muchos casos, más seguros. Lo que fue el símbolo del futuro se convirtió, casi de inmediato, en una reliquia del pasado.
El legado del desastre
El accidente del Hindenburg no fue solo una tragedia aérea; fue un acontecimiento que redefinió los límites de la modernidad, la seguridad y la confianza tecnológica. Representó, en cierto modo, el final de una visión romántica del aire: los vuelos lentos, elevados, silenciosos, que surcaban los cielos como naves de un mundo mejor. También supuso un duro golpe para la propaganda nazi. El Hindenburg era no solo un medio de transporte, sino un emblema nacional. Su destrucción, retransmitida por todos los medios internacionales, empañó la imagen de eficiencia y dominio que el Tercer Reich buscaba proyectar. Pocos meses después, los recursos se volcaron en la aviación militar, y el sueño de los dirigibles quedó relegado a los libros de historia.
Hoy, el nombre Hindenburg resuena más por su tragedia que por sus logros. Su historia es enseñada en escuelas de ingeniería y comunicación, analizada en documentales y reconstruida en museos. Su huella perdura no por haber llevado a cientos de pasajeros a través del Atlántico, sino por haber enseñado, con crudeza, los límites del progreso cuando se ignora el riesgo.
A veces, la historia no se escribe con tinta, sino con fuego.
Paseo por Boñar -cabeza de comarca del valle del mismo nombre- el día de mercado. Día de júbilo y bullicio, donde el olor de encurtidos se mezcla con el de quesos y con el de perfumes falsos de marcas de renombre. La mezcla es auténtica, como la del mercado semanal en un pueblo de pasada tradición de tratantes de ganado.
Paseo sin rumbo, entre las ofertas únicas, las señoras regateando y los turistas extranjeros que se mueven como si aquello fuera otro planeta. Por estos lares se me pasa el tiempo rápidamente, ese bien tan preciado.
De viaje por Castilla he leído una noticia que afirmaba que los gestores del gobierno de Castilla y León van a pagar a un famoso 605.000 euros para que publicite esta región en la carrera de coches y motos del Dakar. Ciertamente no se puede pedir mejor forma de gestionar el dinero público. En el mismo viaje he visto pueblos casi congelados en los años 70 (del pasado siglo), o pueblos muertos demográficamente hablando, o carreteras de dudosa calidad, o industrias desmanteladas hace décadas, y un largo etcétera de "deconstrucciones" (que dirían los postmodernos) de Castilla. Lo más seguro es que todas estas calamidades se deban a que no se ha publicitado bien esta región en tan famosa prueba deportiva. Tranquilos, nuestros políticos saben lo que hacen.
Hubo un tiempo en el que las diferentes regiones españolas utilizaban sus propios sistemas de medida de longitud, volumen y peso. Hoy, al viajar y parar a comer en un restaurante de carretera de nuestra maltrecha Castilla, una fanega colgada de la pared me ha recordado el final del antiguo régimen y el comienzo de la modernidad en España. En el mismo viaje por la España postmoderna y postindustrial, he pasado por pueblos con poca gente, casas en ruinas y carreteras de paso, donde ya nadie se queda. Tal vez esa fanega es un objeto que representa tiempos pasados, tiempos más florecientes para Castilla, quién sabe. El caso es que en 1880 España asumió el Sistema Métrico Decimal, y la modernidad desbordó y trastocó todo. Gracias a este sistema podemos comerciar sin grandes problemas con gran parte del mundo, y no tenemos que explicar qué una fanega son 55,5 litros o 6459,6 metros cuadrados. Cosas de la historia.
El verano da para mucho, y una de sus ventajas es el poder leer. Ahora estoy con un libro magnífico, duro y crudo por lo que describe, pero realmente bueno: The Things They Carried (Las cosas que llevaban) de Tim O’Brien. Es una colección de relatos cortos entrelazados sobre soldados estadounidenses en la Guerra de Vietnam. O’Brien, que fue veterano, mezcla ficción y memoria para narrar:
Objetos físicos que los soldados llevaban (armas, cartas, fotos, amuletos, comida, etc.). Lo importante de estos objetos como realidades materiales de su vida pasada, de su hogar, de sus recuerdos. Tal vez mucho más importantes que su equipo de combate.
Cargas emocionales como el miedo, la culpa, la nostalgia o la esperanza. En sus propias carnes, vive en una de las historias su intento de huida a Canadá para evitar la guerra.
Anécdotas y escenas tanto en combate como en los momentos de descanso, en la jungla o en el regreso a casa. Sin caer en sensiblerías, crudo y real, como la guerra misma.
El libro no es puramente un informe histórico; es profundamente humano, con un tono que combina realismo, poesía y crudeza. Si quieres leer un retrato vívido de la experiencia de los soldados y su mundo cotidiano, es probablemente la obra más recomendada para adentrarse en lo que vivieron los jóvenes soldados useños a tantos quilómetros de sus hogares.
He terminado la lectura de "Breve historia de la guerra de Vietnam" de Raquel Barrios Ramos, un libro que supone una primera aproximación al conflicto que marcó al país dominante en aquella época: los EE.UU. El libro no destaca por su orden cronológico, ni por el cuidado a la hora de ir organizando de forma ordenada la historia, es un libro confuso -va y viene- y por tanto desordenado, pero tiene algo muy interesante: muy buen contexto de lo que pasó antes de la llegada de los USA al conflicto, es decir, el colonialismo francés. El resto ya es historia, 2 millones de vietnamitas asesinados en bombardeos indiscriminados, contaminación química y destrucción de la selva, numerosos huérfanos, 58.000 jóvenes useños muertos, los que regresaron a su país discriminados y traumatizados, etc. etc. Las guerras son un asco.
En estos días el globalismo atlantista y los negocios armamentísticos están apretando para que los países gasten más dinero para la guerras. Mi pregunta es simple ¿Cuántas madres españolas están dispuestas a sacrificar a sus hijos para garantizar la integridad territorial de Estonia? Pues eso, las guerras son un asco......
Aprendí que una cultura distinta no nos desvelaría sus secretos tan sólo porque así se lo ordenásemos y que antes de encontrarnos con ella era necesario pasar por una larga y sólida preparación
Desde su anuncio, la adaptación de HBO del aclamado videojuego The Last of Us generó una expectación desmesurada. Como suele pasar, cuando un globo se hincha mucho, suele terminar mal, en este caso muy mal. Tras dos temporadas que se han hecho eternas, el entusiasmo inicial se ha desvanecido, revelando una serie que, lejos de capturar la profundidad y el impacto del videojuego, se ha desinflado en una experiencia televisiva que oscila entre lo meramente pasable y el auténtico fiasco. Si bien la primera temporada logró algunos aciertos, la segunda se ha hundido en una aburrida espiral de acción floja y casi ausencia total de terror, que han terminado por matar la serie y la conexión con sus personajes, dejando al espectador con una sensación de profunda decepción.
La primera temporada: un inicio irregular con varios capítulos de relleno
La primera temporada de The Last of Us fue recibida con cierto bombo, y es cierto que intentó ser respetuosa con el material original. Presentó su puesta en escena muy cinematográfica. Incluso, se alabó el trabajo de Pedro Pascal como Joel, en las redes sociales y demás webs de expertos se alabó mucho su interpretación. Todo ello exagerado e inflado, un actor limitado que interpreta a un personaje complejo al que no se le sabe sacar el suficiente partido. Ya empezamos a inflar las críticas en las redes sociales, y luego pasa lo que pasa, que la realidad es la que es.
No obstante, esta temporada no estuvo exenta de problemas que sentaron las bases para las deficiencias futuras. A pesar de los elogios generales, la serie no consigue alejarse de una comparativa simple y limitada con el videojuego. Hubo episodios que se sintieron como puro relleno, con historias irrelevantes y muy aburridas, con el mensaje woke tan de moda hoy en día. Ya en esta temporada el espectador que lleva muchas jornadas de cine y series a sus espaldas comienza a tener esa sensación de "esta protagonista es un fiasco ¿Cuándo se la comerá un infectado?". Porque esa es la sensación que despierta la protagonista: absolutamente insufrible. Esta primera temporada dejó al espectador sin ninguna gana de más, pero parece que el guionista es el único animal que tropieza dos y hasta tres veces en la misma piedra, y atacaron con una segunda temporada.
La segunda temporada: un auténtico fiasco y el declive definitivo
Si la primera temporada presentaba grietas de gran tamaño, la segunda ha sido un auténtico colapso creativo. Los siete episodios de esta entrega, que han costado mucho dinero, no lograron justificar su elevado presupuesto con una calidad narrativa o interpretativa que estuviera a la altura. La temporada ha sido un auténtico fiasco, desorganizado, sin trama, con episodios muy flojos. Solamente se salva el ataque de los infectados al poblado, el resto es prescindible, muy prescindible.
La serie ha sacrificado el terror y la tensión característicos del videojuego en favor de una acción aburrida y muy predecible. Los momentos importantes de infectados se limitan a un par de ataques y nada más, dejando el resto de la serie con una notable falta de tensión. La banda sonora también ha sido una decepción y carente de inspiración.
El gran problema radica en que, tras el impactante y brutal asesinato de Joel, la temporada no logra mantener el nivel. Los episodios posteriores son aburridos, se hacen largo y predecibles, incapaces de alcanzar un mínimo de altura dramática y lo más importante, un mínimo de terror.
Ellie: la protagonista que nadie quiere seguir
El mayor lastre y, sin lugar a dudas, el principal punto de fracaso de la serie es la representación de Ellie a través de la actuación de Bella Ramsey. Aunque la serie se esforzó por ser fiel en localizaciones y secuencias, la elección de casting y la dirección actoral de la protagonista han sido un despropósito. Hay momentos en los que el espectador, frustrado, desearía que "se la coma un infectado", un sentimiento que, aunque drástico, encapsula la desconexión generada por el personaje. Cero empatía del espectador con ella, lo peor que puede pasar en una obra de cine.
Bella Ramsey no es capaz de interpretar al personaje, es una adolescente caprichosa y mal criada, más bien sacada de un barrio pijo, que de una apocalipsis zombi, donde se supone que la realidad ha curtido a las personas. Sobreactuación, falta de expresión, etc. La misma cara si está besando que si está matando a golpes a una persona. En definitiva, un desastre. Parece mentira que sea una serie de HBO, sí, la misma de True Detective.
Conclusión: un legado empañado
En resumen, The Last of Us de HBO, especialmente en su segunda temporada, es una serie con serios problemas de calidad. Si bien cuenta con elementos visuales impresionantes, una que otra escena de acción bien ejecutada y algunas actuaciones secundarias destacables, estas no logran compensar las deficiencias narrativas, el ritmo irregular y, sobre todo, la fallida y en ocasiones desagradable representación de su personaje central, Ellie. Es un desastre progre, especialmente la segunda parte, destruyendo una gran idea. Es una pena que una historia con tanto impacto emocional y complejidad moral en su formato original, haya encontrado en su versión televisiva una ejecución tan floja y, en ocasiones, irritante. Busquen otra serie si no han empezado a verla.
China, 1958. Una nación destruida por la guerra civil y sacudida por el sueño utópico del comunismo se preparaba para reinventarse desde sus raíces. Mao Zedong, líder indiscutido del Partido Comunista, no se conformaba con haber unificado el país; quería demostrar que la revolución no solo era política o militar, sino también económica, agrícola y cultural. El país entero se embarcó en una transformación titánica: el Gran Salto Adelante, un plan para catapultar a China hacia la modernidad. Acerías comunales, cultivos colectivos, represas, canales y una férrea voluntad de superar a Occidente con las propias manos del pueblo. Pero dentro de ese impulso desbordante, una idea aparentemente menor —exterminar a los gorriones para proteger las cosechas— acabó convirtiéndose en uno de los errores más devastadores del siglo XX para China.
La guerra contra las “cuatro plagas”
En el corazón de esta historia se encuentra una campaña lanzada con entusiasmo revolucionario: la erradicación de las “cuatro plagas” —ratas, moscas, mosquitos y gorriones— que, según los "técnicos" del régimen, afectaban gravemente a la salud del pueblo y, en particular, la producción de grano. Los gorriones, en concreto, "fueron acusados" de comerse una cantidad alarmante de cereal, y la solución que se impuso desde el gobierno fue tan sencilla como brutal: eliminarlos por completo. Un claro ejemplo de una visión reduccionista de la naturaleza.
La población fue movilizada en masa. En las ciudades, en los pueblos, en las aldeas remotas, millones de personas salieron a las calles y los campos armadas con tambores, palos, panderetas, cacerolas y cualquier objeto ruidoso. La técnica era despiadada: asustar sin tregua a las aves hasta que, exhaustas, cayeran muertas. Se destruyeron nidos, se aplastaron huevos, se mataron polluelos. Las cifras son difíciles de confirmar, pero algunas fuentes estiman que se aniquilaron más de mil millones de gorriones en todo el país. No hubo rincón seguro para estas pequeñas aves que, durante milenios, habían compartido los campos chinos con campesinos, cultivos y estaciones.
Una primavera sin cantos
Durante un tiempo, pareció que la estrategia funcionaba. Se alzaban informes optimistas, se celebraban mítines donde se exhibían montañas de gorriones muertos como trofeos de guerra. Se repetía con fervor: “Cada gorrión muerto significa más arroz para el pueblo”. Las estadísticas del Partido parecían confirmar que las pérdidas de grano disminuían, y el experimento era presentado como una victoria de la voluntad humana sobre las fuerzas naturales. De nuevo una visión reduccionista, que traería consecuencias devastadoras.
Pero la realidad es terca, y pronto se impuso con violencia. Al eliminar a los gorriones —que no solo se alimentan de granos, sino también de insectos—, se desató una verdadera plaga de langostas, orugas y saltamontes. Sin sus principales depredadores naturales, las poblaciones de insectos se dispararon, arrasando los cultivos con más eficacia que cualquier ave. El remedio, en lugar de salvar las cosechas, había sembrado la semilla de una catástrofe.
El precio de la ignorancia ecológica
Entre 1959 y 1961, China sufrió la peor hambruna del siglo XX. Las cifras estremecen: entre 20 y 45 millones de personas murieron como consecuencia directa de la escasez de alimentos. Comunas enteras quedaron devastadas. Las tierras de cultivo, ya maltratadas por prácticas agrícolas erradas e improvisadas en nombre de la eficiencia comunista, no lograban producir lo suficiente. En muchas regiones, los habitantes recurrieron a la corteza de los árboles, al barro cocido o incluso al canibalismo.
La desaparición del gorrión fue solo uno de los muchos factores, pero simboliza con claridad el pensamiento simplista y autoritario que guio aquellas políticas. El ecosistema, complejo y lleno de interacciones complejas, fue tratado como una máquina que se podía ajustar con una palanca. Bastaba con eliminar a un “enemigo del pueblo” alado para que la producción aumentara. Pero los ecosistemas no entienden de eslóganes, y el resultado fue un colapso que el propio Mao reconocería demasiado tarde.
Cuando la ciencia habla y el poder escucha (a medias)
En 1960, el ornitólogo chino Tso-Hsin Cheng presentó al gobierno una serie de datos reveladores: los gorriones, lejos de ser una amenaza absoluta, eran esenciales para el equilibrio del ecosistema agrícola. Eliminarlos solo había favorecido la proliferación de plagas aún más dañinas. Mao, al parecer convencido por estos argumentos, decidió frenar la campaña contra los gorriones. Los sustituyó por chinches en la lista de “plagas” a exterminar. Incluso se importaron aves desde la Unión Soviética para repoblar algunas regiones. Pero el daño ya estaba hecho. La catástrofe ecológica había desatado una crisis humana. Y, más allá de las consecuencias agrícolas, esta historia dejó al descubierto algo aún más preocupante: cómo una visión reduccionista del mundo natural, combinada con un poder político absoluto, puede derivar en desastres de proporciones inmensas.
Conclusión: la fragilidad de la arrogancia humana
La campaña contra los gorriones no fue solo un error de cálculo. Fue el reflejo de una actitud que sigue vigente en muchos rincones del mundo: la creencia de que la naturaleza puede ser sometida sin consecuencias, de que los sistemas vivos pueden rediseñarse desde un despacho, de que basta con una orden para cambiar la realidad. Pero la historia tiene sus propios mecanismos de justicia. El silencio de los gorriones fue seguido por el zumbido de las langostas, y el hambre de los campos no tardó en llegar a las puertas de las ciudades. Lo que comenzó como una campaña ecológica se transformó en una tragedia nacional. Y aún hoy, en tiempos de crisis climática y pérdida de biodiversidad, la historia del gorrión chino debería servirnos como advertencia.
Cuando se actúa contra la naturaleza sin comprenderla, no solo se pierden especies. Se pierde el equilibrio, se pierde el sustento… y, finalmente, se pierde la vida.
Bibliografía académica
Shapiro, Judith (2001) Mao's War Against Nature: Politics and the Environment in Revolutionary China. Cambridge University Press.
Dikötter, Frank (2010) Mao's Great Famine: The History of China's Most Devastating Catastrophe, 1958–1962. Walker & Company.
Smil, Vaclav (1999) China’s Environmental Crisis: An Inquiry into the Limits of National Development. M. E. Sharpe.
La historia de la ciencia está llena de debates apasionados, polémicas encendidas y descubrimientos que han generado tanto admiración como rechazo. Sin embargo, en los últimos años, el mundo académico se ha visto envuelto en una nueva clase de conflicto: el choque entre la libertad de investigación y las largas manazas de la política. Un caso paradigmático de este fenómeno es el de los matemáticos Theodore Hill y Sergei Tabachnikov, cuyo intento de publicar un artículo sobre la Hipótesis de la Mayor Variabilidad Masculina desató una tormenta que ha puesto en cuestión la libertad para el debate intelectual.
El trasfondo de la polémica
La Hipótesis de la Mayor Variabilidad Masculina no es nueva. Fue propuesta inicialmente por Charles Darwin y postula que los hombres tienden a mostrar una mayor variabilidad en ciertas características que las mujeres. Esto ni es bueno, ni malo, ni mejor, ni peor, es una hipótesis basada en observaciones y en ciencia se intenta comprobar si una hipótesis es o no adecuada. No hay más trasfondo ni política, simple materialismo. En términos simples, esta hipótesis significa que, si bien los promedios de muchas habilidades pueden ser similares entre ambos sexos, los hombres serían más propensos a ocupar tanto los extremos superiores como los inferiores de la distribución. Este fenómeno ha sido citado como una posible explicación para la sobrerrepresentación masculina en logros excepcionales como premios Nobel, pero también en situaciones de marginación extrema, como la indigencia o la extrema violencia.
Hill y Tabachnikov, intrigados por esta idea, decidieron abordarla desde un ángulo matemático, desarrollando un modelo teórico que buscaba proporcionar una base estadística para la hipótesis. Su trabajo fue inicialmente aceptado para su publicación en The Mathematical Intelligencer, una revista académica que se ha caracterizado por su disposición a explorar temas controvertidos.
De la aceptación al rechazo: el camino de una publicación frustrada
Lo que parecía ser un proceso académico estándar pronto se convirtió en un campo de batalla. La editora en jefe de The Mathematical Intelligencer, Marjorie Wikler Senechal, aceptó inicialmente el artículo de Hill y Tabachnikov con la intención de fomentar el debate sobre el tema. Sin embargo, la noticia de su próxima publicación generó una fuerte reacción dentro de ciertos sectores académicos, particularmente entre grupos de matemáticas feministas y otros colectivos que consideraban que el artículo reforzaba narrativas discriminatorias. Las críticas no se hicieron esperar. La organización "Women in Mathematics" de la Universidad de Pensilvania expresó su descontento, y la Fundación Nacional de Ciencias (NSF), que había financiado parte de la investigación de los autores, pidió explícitamente que su mención fuera eliminada de los agradecimientos del artículo. A raíz de esta presión, la editora de la revista optó por retractarse de su decisión y revocó la publicación del artículo antes de que viera la luz. Hablando en castizo, se rajó.
Hill, decidido a no rendirse, envió el artículo a la New York Journal of Mathematics, donde fue aceptado y publicado brevemente. Sin embargo, en un giro aún más desconcertante, el artículo fue eliminado del sitio web de la revista poco después, sin que se ofreciera una explicación clara. Si alguien se quiere leer el artículo, y no morir en el intento, lo puede hacer aquí.
¿Ciencia o censura?
Este incidente provocó un debate más amplio sobre la libertad académica y los límites del discurso científico. Para algunos, la retirada del artículo de dos revistas distintas constituía un acto de censura motivado por una corrección política desmedida. Según esta perspectiva, la ciencia debería ser un espacio en el que cualquier hipótesis pueda ser explorada y debatida sin temor a represalias ideológicas. El hecho de que el trabajo de Hill y Tabachnikov fuera eliminado de la discusión académica no por errores metodológicos evidentes, sino por su posible impacto social, es visto como una señal preocupante de que ciertas ideas son consideradas tabú, independientemente de su validez científica. Lo cual sería negar la realidad, el materialismo físico, el materialismo biológico, es decir una enfermedad que afecta a mucha gente hoy en día: la negación de los hechos.
Por otro lado, los críticos del artículo argumentan que la investigación de Hill y Tabachnikov no aportaba evidencia empírica nueva, sino que se limitaba a modelar una hipótesis discutida durante más de un siglo. Bien, perfecto, se publica y se discute, nada nuevo en ciencia. Además, señalaban que la publicación de un trabajo de este tipo en revistas matemáticas, sin el debido respaldo en disciplinas como la biología o la psicología, podría contribuir a la perpetuación de estereotipos de género sin un sustento sólido. En este sentido, sostienen que las revistas académicas tienen el derecho (e incluso la responsabilidad) de rechazar investigaciones que puedan ser utilizadas para justificar desigualdades. Esto último no tendría lógica, ya que la ciencia describe la realidad e intenta explicarla, le guste o no a una parte o a toda la sociedad.
Ciencia y censura. Totalmente incompatibles.
El caso de Hill y Tabachnikov nos plantea preguntas fundamentales sobre el papel de la ciencia en la sociedad actual. ¿Debe la comunidad académica permitir la libre discusión de cualquier idea, independientemente de su posible impacto social? ¿O existe una responsabilidad ética que justifica la autocensura de ciertas investigaciones para evitar interpretaciones problemáticas? Si aceptamos esto último, retrocederíamos siglos, a un pasado en el que la "verdad" era determinada por unas élites, y cuidado con aquella persona que intentará demostrar el error de esa "verdad"....
En la historia de la ciencia, muchas ideas que en su momento fueron consideradas inaceptables o polémicas terminaron siendo aceptadas con el tiempo, mientras que otras fueron descartadas por falta de evidencia. La clave de este proceso no ha sido la censura, sino el escrutinio riguroso basado en datos y argumentos racionales. Si permitimos que consideraciones externas al ámbito científico dicten qué puede y qué no puede ser investigado, corremos el riesgo de socavar la credibilidad del conocimiento mismo. En última instancia, la verdadera fortaleza de la ciencia radica en su capacidad de enfrentar preguntas difíciles y debatirlas con rigor y apertura.
John Steinbeck, uno de los grandes narradores de la literatura estadounidense del siglo XX, nos legó en De ratones y hombres (1937) una historia profundamente humana sobre la soledad, la esperanza y la cruda realidad del sueño americano tras la Gran Depresión. Con una prosa sencilla pero cargada de simbolismo, Steinbeck nos transporta a la California de la Gran Depresión, un tiempo de desesperanza y lucha por la supervivencia, en el que el capitalismo salvaje y la explotación humana iban de la mano.
Contexto histórico: la Gran Depresión y los trabajadores migrantes
Para entender De ratones y hombres, es esencial situarnos en el contexto en que fue escrita. La novela se ambienta en la década de 1930, un período marcado por la Gran Depresión, la crisis económica más devastadora del siglo XX en Estados Unidos. Con el colapso de la Bolsa en 1929, millones de personas quedaron desempleadas y se vieron obligadas a desplazarse en busca de trabajo. Particularmente en California, miles de trabajadores migrantes, en su mayoría provenientes del Medio Oeste, recorrieron el estado con la esperanza de encontrar empleo en los campos y ranchos. Este contexto de precariedad y movilidad constante nutre la narrativa de Steinbeck y da forma al destino de sus protagonistas: George y Lennie.
John Steinbeck: el cronista de la América olvidada
Steinbeck nació en 1902 en Salinas, California, y desde joven tuvo contacto con el mundo de la agricultura y los jornaleros migrantes, una realidad que luego plasmaría en su obra con una sensibilidad y un compromiso social notables. De ratones y hombres forma parte de su trilogía social junto con Las uvas de la ira y Al este del Edén, novelas en las que denuncia la explotación laboral y la desigualdad de clases, sin perder de vista la dignidad de los personajes y su profunda humanidad. Su obra tiene un estilo directo, realista y con gran capacidad para capturar la realidad de la gente sencilla, de los explotados. En De ratones y hombres, combina el lirismo con una estructura casi teatral, lo que la hace especialmente efectiva tanto en el formato literario como en sus adaptaciones escénicas y cinematográficas.
Sueños y desesperanza en la América rural
La historia sigue a George Milton y Lennie Small, dos trabajadores itinerantes que sueñan con tener su propia granja, un sueño que los mantiene a flote en un mundo hostil. Lennie, un hombre con discapacidad intelectual y una fuerza descomunal, depende de George, quien actúa como su protector y guía. Entre los dos hay una relación casi fraternal. Ambos llegan a un rancho en California donde buscan trabajo con la esperanza de ahorrar lo suficiente para comprar un pedazo de tierra y vivir "como hombres libres". Es este el motivo que les mueve, a todos esos trabajadores, alcanzar la libertad a través de la realización del "sueño americano", ese sueño que parece resistírseles. Steinbeck nos presenta un universo marcado por la brutalidad y la exclusión: Crooks, el mozo de cuadra afroamericano, sufre el racismo de sus compañeros; Candy, el viejo peón, teme ser descartado cuando deje de ser útil; y la esposa de Curley, el capataz, busca desesperadamente atención en un ambiente dominado por hombres que la ven como una amenaza o una tentación.
SE DESVELA EL FINAL
La tensión crece hasta llegar a su trágico desenlace cuando Lennie, incapaz de controlar su fuerza, mata accidentalmente a la esposa de Curley. Conscientes de que no hay escapatoria, George toma una decisión desgarradora: acaba con la vida de Lennie para evitarle un destino aún peor a manos de una multitud enfurecida. Tal vez, el final de la novela, con George mirando el río tras haber disparado a su mejor amigo, básicamente un hermano, es uno de los momentos más desgarradores de la literatura estadounidense. En un trágico segundo se refleja toda la injusticia del mundo.
Los hombres, como nosotros, que trabajan en los ranchos, son los tipos más solitarios del mundo. Llegan a un río y trabajan hasta que tienen un poco de dinero, y después van a la ciudad y malgastan su dinero, y nos les queda más remedio que ir a molerse los huesos en otro rancho. No tienen nada que esperar del futuro [...] Con nosotros no pasa así. Tenemos un porvenir. Tenemos alguien con quien hablar, alguien que piensa en nosotros. No tenemos que sentarnos en un café malgastando el dinero sólo porque no hay otro lugar donde ir. Si esos otros tipos caen en la cárcel, pueden pudrirse allí porque a nadie le importa. Pero nosotros, no.
De ratones y hombres ha sido interpretada de diversas maneras: como una novela proletaria, un drama existencial y una fábula sobre la fragilidad de los sueños. Steinbeck consigue, en pocas páginas, crear personajes inolvidables y un microcosmos que refleja las injusticias de su tiempo. Uno de los aspectos más destacables es su estructura casi teatral: los diálogos directos, los escenarios delimitados (el rancho, la orilla del río) y la evolución dramática recuerdan más a una obra de teatro que a una novela convencional. Esto ha facilitado su adaptación al cine y al teatro con gran éxito. Su impacto cultural y su relevancia social la han consolidado como un clásico fundamental de la literatura contemporánea.
Las adaptaciones cinematográficas
La novela ha sido llevada al cine en dos ocasiones principales:
"La Fuerza Bruta" (1939): Dirigida por Lewis Milestone y protagonizada por Burgess Meredith (George) y Lon Chaney Jr. (Lennie). Esta versión en blanco y negro es fiel a la novela y captura el espíritu de Steinbeck con una interpretación conmovedora de Chaney como Lennie.
"De Ratones y Hombres" (1992): Dirigida y protagonizada por Gary Sinise (George), con John Malkovich en el papel de Lennie. Esta adaptación, más reciente y accesible para el público moderno, mantiene la esencia de la historia y destaca por la actuación de Malkovich, quien aporta una profundidad emocional extraordinaria a su personaje.
Ambas películas han sido aclamadas por su capacidad para transmitir la fuerza y la tragedia de la historia original, tal vez la segunda adaptación sea más fiel a la novela original.
A casi un siglo de su publicación, De ratones y hombres sigue siendo una obra de referencia por su retrato descarnado de la vida de los trabajadores migrantes y su reflexión sobre la soledad y la esperanza. Steinbeck nos recuerda que, en un mundo despiadado, los sueños pueden ser efímeros, pero la compasión y la amistad son lo único que nos redime.
Pocas novelas han logrado conmover y hacer reflexionar tanto en tan pocas páginas. Es una novela corta, pero según avanzamos en su lectura vemos como la tragedia y la desesperanza lo van dominando todo, solamente la humanidad y la esperanza en una vida mejor nos ayuda a continuar. De ratones y hombres es una historia que se queda con el lector mucho después de haber cerrado el libro.
La exploración del Pozo Superprofundo de Kola es una de las hazañas científicas más impresionantes de la era soviética y un reflejo del profundo interés del mundo soviético por la ciencia y su avance. Iniciado en 1970 por la Unión Soviética, el proyecto tenía como objetivo perforar la corteza terrestre hasta una profundidad sin precedentes para estudiar su composición y estructura. En un contexto en el que Estados Unidos y la URSS competían no solo en la carrera espacial, sino también en la exploración geológica, los soviéticos se embarcaron en este reto titánico en la península de Kola, en el noroeste de Rusia. La perforación no fue una tarea sencilla: se encontraron con temperaturas mucho más elevadas de lo esperado, con valores de hasta 180°C a 12 kilómetros de profundidad, lo que dificultó las operaciones. Sin embargo, a pesar de los desafíos técnicos y del colapso de la Unión Soviética en 1991, los científicos lograron perforar hasta 12.262 metros en 1989, estableciendo un récord que aún hoy sigue vigente como la perforación más profunda realizada por el ser humano en la corteza terrestre. El colosal esfuerzo finalmente fue abandonado en 1994 debido a la falta de financiación y problemas técnicos, dejando tras de sí un sitio de exploración científica que sigue despertando la curiosidad de investigadores y entusiastas de la geología.
La boca sellada del pozo de Kola
Más allá de su impresionante profundidad, el Pozo de Kola proporcionó descubrimientos que transformaron la comprensión de la geología terrestre. Entre los hallazgos más relevantes estuvo la presencia de rocas de más de 2.700 millones de años, lo que permitió a los geólogos estudiar capas de la corteza terrestre que nunca antes habían sido alcanzadas. Además, se descubrió la existencia de agua a profundidades insospechadas, lo que desafió modelos previos sobre la composición del subsuelo terrestre. Un hallazgo aún más sorprendente fue el de microfósiles de organismos unicelulares en rocas profundas, lo que sugirió que la vida pudo haber existido en condiciones extremas dentro de la corteza terrestre, abriendo nuevas preguntas sobre la posibilidad de vida en entornos subterráneos en otros planetas. Sin embargo, más allá de su impacto en la ciencia, el Pozo de Kola también se convirtió en el epicentro de mitos y leyendas. Uno de los más famosos es el llamado "Pozo del Infierno", que afirmaba que los científicos soviéticos habían escuchado gritos provenientes del interior de la Tierra. A pesar de su cierre, la hazaña del Pozo Superprofundo de Kola sigue siendo un testimonio del ingenio humano y un recordatorio de lo poco que aún conocemos sobre las profundidades de nuestro propio planeta.