12 de septiembre de 2025

Un ejemplo de la destrucción del patrimonio y la memoria: Riaño (León)

Hubo un tiempo en el que Riaño no era un pueblo nuevo de calles rectas y viviendas alineadas, sino un valle vivo, abrazado por montañas, donde la piedra de las casas y las campanas de su iglesia marcaban el ritmo de una comunidad orgullosa de su historia. Allí, en el corazón de la montaña leonesa, se levantaba el viejo Riaño, un municipio que durante siglos creció junto al río Esla, testigo de generaciones de ganaderos, de tradiciones arraigadas y de una forma de vida que parecía inmutable. Pero a mediados del siglo XX comenzó a gestarse una amenaza: el proyecto de un gran embalse que acabaría por devorar no solo las tierras de cultivo y los prados, sino también la memoria material de pueblos enteros. El plan se justificó con razones de interés nacional —regadíos, producción hidroeléctrica, control de aguas—, pero detrás de esa fría retórica administrativa estaba el sacrificio forzado de nueve pueblos, entre ellos el Riaño original, cuyas piedras, calles y recuerdos quedaron condenados a hundirse bajo el agua. Años de resistencia vecinal no bastaron para detener las máquinas ni para frenar una decisión que se presentó como inevitable. Y así, en la década de los ochenta, se inició la demolición de uno de los valles más bellos de León, con un proceso tan apresurado y autoritario que aún hoy duele recordar.

La herida más profunda de aquel final se abrió el 7 de julio de 1987, cuando la iglesia parroquial del viejo Riaño fue volada con dinamita. No se trataba de un edificio cualquiera: era el corazón espiritual y comunitario del pueblo, el lugar de bodas y funerales, de fiestas patronales y de campanas que convocaban a los vecinos en los momentos de alegría y de duelo. Esa iglesia pudo haber sido trasladada al nuevo Riaño, como sí ocurrió con los templos de La Puerta y Pedrosa del Rey, cuidadosamente desmontados piedra a piedra y reconstruidos en el nuevo asentamiento. Pero con la de Riaño se eligió otro camino: la voladura rápida y definitiva. No fue por imposibilidad técnica, porque la experiencia con las otras iglesias demostraba que el traslado era factible. Fue una decisión política, cargada de un simbolismo que aún se percibe como un gesto dictatorial. Se quiso borrar de un golpe la posibilidad de que el templo se convirtiera en un lugar de resistencia, de memoria o de peregrinaje para quienes no aceptaban la desaparición del valle. Dinamitarla significaba acabar con el último símbolo del viejo Riaño y transmitir un mensaje rotundo: no había marcha atrás. Lo que se hundía bajo las aguas no era solo un pueblo, sino también la dignidad de sus vecinos y la memoria colectiva de una comarca. Hoy, cuando uno pasea por el nuevo Riaño y contempla las montañas reflejadas en el embalse, no puede evitar sentir la belleza melancólica del paisaje y, al mismo tiempo, el peso de la injusticia. Porque aquel acto no fue solo un error urbanístico o una decisión dura en nombre del progreso: fue una amputación cultural y emocional. La nostalgia se mezcla con la rabia al recordar cómo se prefirió la dinamita al cuidado, la imposición a la empatía. Y quizá por eso, cada campanada que resuena hoy en las iglesias trasladadas recuerda lo que ya no existe: un pueblo que fue sacrificado sin escuchar a su gente, una iglesia que se borró de forma brutal y un valle cuya memoria, pese a todo, sigue viva en quienes aún lo llevan en el corazón.



10 de septiembre de 2025

Caracense no, mejor guadalajareño o arriacense

Leo con mucho interés el post de José María Bris en la prensa local de Guadalajara. En el artículo se hace mención al gentilicio de "caracense", utilizado junto con el de guadalajareño y arriacense para referirse a las gentes de Guadalajara. Pero parece que el término no es correcto. Aquí os resumo los motivos que tan brillantemente expone el autor en su artículo.

En muchas ocasiones, la palabra "caracense" ha sido utilizada para referirse a quienes nacieron en Guadalajara. Este gentilicio se popularizó en el siglo XVI, cuando ciertos cronistas locales quisieron vincular los orígenes de la ciudad con raíces romanas o prerromanas. Creían que Guadalajara, en su estado actual, había sido fundada por los árabes en el siglo IX, pero que bajo ella reposaba un pasado antiguo —como la mítica mansión romana de Arriaca, posiblemente situada en zonas cercanas entre Usanos, Marchamalo y Fontanar—. Además, se consideraba como antecedente romano el puente sobre el Henares, atribuido inicialmente a aquella época clásica, aunque en realidad es más bien de transición hacia siglos posteriores.

Ya entrado el siglo XIX, este imaginario histórico cobró forma: en 1881 se fundó el Ateneo Caracense, y, años después, se abrió un instituto con nombre idéntico. Esa denominación persistió incluso cuando en 1998 el palacio de don Antonio de Mendoza fue restaurado y convertido en centro educativo, adoptando el título de Liceo Caracense.

Sin embargo, las investigaciones más recientes han desentrañado la realidad: Caraca, la supuesta ciudad prerromana o romana, no se hallaba bajo Guadalajara, sino en Driebes, a más de 50 km de la capital, concretamente a unos 7 kilómetros de Driebes, en el conocido como cerro de La Muela. Allí reposan los restos de aquella ciudad. Esto parece invalidar el uso del gentilicio “caracense” para los habitantes de la capital de la provincia de Guadalajara.

Resumiendo, el paisanaje de la capital de Guadalajara son los guadalajareños o arriacenses, dejando el término caracense para otra ocasión.

Por Diego Delso, CC BY-SA 4.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=72218658



5 de septiembre de 2025

Maleficio de Stephen King: terror opresivo

En Maleficio (1984), Stephen King —oculto tras el seudónimo de Richard Bachman— nos entrega una de sus narraciones más implacables en cuanto a la atmósfera psicológica. No es su novela más extensa ni la más famosa, pero sí una de las más opresivas y demoledoras en cuanto a su capacidad para encerrar al lector en la mente de un protagonista que, día tras día, se consume en cuerpo y espíritu. La premisa es directa: Billy Halleck, un abogado de éxito de clase media-alta, atropella accidentalmente a una anciana gitana. Gracias a sus contactos y a la indulgencia de un juez amigo, logra librarse de toda consecuencia legal. Pero un anciano, padre de la víctima, le acaricia la mejilla y le susurra una sola palabra: adelgaza. Desde entonces, Halleck comienza a perder peso de forma imparable. No hay dieta, no hay enfermedad diagnosticable: es una maldición.

En manos de otro autor, esta trama podría degenerar en un simple relato fantástico con moraleja. En manos de King/Bachman, se convierte en un descenso claustrofóbico hacia la paranoia, la desesperación y el deterioro físico y mental. La opresión no proviene solo de lo que ocurre, sino de cómo lo vive Halleck.

La novela se narra con una proximidad incómoda. El lector se mete en la piel de Halleck y siente cada fase de su descomposición: la negación inicial, el intento racional de buscar una explicación médica, el terror al comprender que no existe remedio científico, la rabia hacia el mundo y hacia sí mismo, y finalmente la aceptación resignada o la lucha desesperada. King no necesita encadenar escenas espectaculares para generar miedo. Aquí, la angustia se instala en lo cotidiano: en la báscula de baño que marca cada vez menos kilos, en los comentarios inocentes de amigos y colegas que no saben que están contemplando una muerte lenta, en el hambre perpetua que no engorda. El verdadero horror es que la amenaza está dentro del propio cuerpo, invisible para los demás y, por tanto, imposible de compartir.

La maldición es un cáncer moral: corroe la seguridad, el matrimonio, las amistades y la confianza en uno mismo. Halleck se vuelve suspicaz, irritable, y cada kilo perdido es también un pedazo de su vida que se le escapa. El cuerpo se vuelve símbolo y prueba irrefutable de la condena: se le está borrando del mundo.

El contexto histórico: Estados Unidos en los años 80

Para entender Maleficio en toda su dimensión, es importante situarla en su contexto. Los años 80 en EE. UU. fueron una época marcada por el auge del consumismo, el culto a la imagen, el individualismo y la prosperidad material, especialmente en la clase media y alta. Es la era Reagan: discursos sobre el mérito individual, la prosperidad como recompensa moral, y la invisibilidad de las desigualdades profundas. Billy Halleck es hijo de ese tiempo. Un abogado exitoso, con una vida cómoda en un suburbio próspero, con la suficiente influencia para manipular un proceso judicial. Su estatus le protege hasta que irrumpe en su vida una figura que no respeta esas reglas: el anciano gitano, representante de un mundo marginal, nómada y despreciado, que no cree en tribunales ni leyes oficiales, pero sí en la venganza personal y ancestral. En este choque entre la América privilegiada y los marginados, King introduce una crítica sutil: en los 80, los ganadores del sistema se sentían intocables hasta que algo irracional, ajeno al mercado y a la ley, les recordaba que todos somos vulnerables. En este sentido, Maleficio es una novela profundamente ochentera: está atravesada por las tensiones raciales y culturales, la autocomplacencia burguesa y la desconfianza hacia lo "otro".

Richard Bachman vs. Stephen King: un tono más frío

Publicada bajo el seudónimo Bachman, Maleficio se diferencia de muchas obras firmadas como King por un tono más seco, más desprovisto de lirismo y ternura. Bachman no busca tanto asustar como incomodar; su mirada es más cruel, menos dispuesta a perdonar. No hay un niño sensible, ni una comunidad que se una contra el mal: solo un individuo enfrentado a un castigo inevitable. En este estilo, la opresión psicológica se acentúa. El Bachman de Maleficio no ofrece vías de escape narrativo; no hay respiros cómicos ni excesivo sentimentalismo. Halleck está solo, y el lector también.

La simbología del peso y la culpa

El cambio físico radical de Halleck es el núcleo simbólico de la novela. El peso es metáfora de responsabilidad: al librarse de la justicia, Halleck cree haberse quitado un peso de encima pero la maldición le quita todo el peso, literalmente, hasta matarlo. Es un castigo poético y físico. Además, la pérdida de peso progresiva genera una paradoja temporal: cada día que pasa, el protagonista se ve más cerca del final. El tiempo se convierte en enemigo, medido no en horas ni semanas, sino en kilos. Esta cuantificación obsesiva, tan propia de la cultura estadounidense de la dieta y la autoimagen, se convierte en un instrumento narrativo letal.

Una novela muy de su época

Hoy, Maleficio es un artefacto cultural que huele a los años 80. No solo por su contexto sociopolítico, sino por su relación con la cultura de la salud y el cuerpo en los 80. En esa década, la del aerobics, Jane Fonda y el culto a la figura, estar delgado era signo de éxito y autocontrol. King subvierte esa idea: aquí, la delgadez extrema es signo de enfermedad y muerte. Lo que en la portada de una revista sería un ideal, en Halleck es el rostro de la descomposición. El racismo estructural y los estereotipos hacia las comunidades gitanas también están tratados con crudeza, aunque no desde una perspectiva políticamente correcta. King refleja el lenguaje y los prejuicios de la época sin filtros, lo que hoy puede resultar incómodo, pero también revelador de cómo se construían las relaciones sociales y de poder.

La dificultad de adaptación al cine

La novela fue adaptada al cine en 1996 por Tom Holland, y uno de los grandes retos (y problemas) de la adaptación fue precisamente el cambio físico del protagonista. En el libro, la pérdida de peso es tan extrema que se convierte en imagen mental imposible de reproducir con total verosimilitud. El cuerpo de Halleck en las últimas páginas es un esqueleto vivo, y trasladar eso a un actor real, incluso con prótesis y efectos, tiende a rozar lo caricaturesco o grotesco. En el cine, el cambio de peso tan radical exige o bien un compromiso físico insostenible para el actor, o bien un maquillaje que nunca alcanza el impacto psicológico que sí logra la palabra escrita. En la novela, el lector imagina su propio “esqueleto vivo” y eso siempre será más perturbador que cualquier prótesis. Además, el cine suele necesitar que el protagonista mantenga cierta simpatía para el espectador. En Maleficio, Halleck se va volviendo cada vez más desagradable, más egoísta, más paranoico. Esa degradación moral es tan importante como la física, pero en la pantalla puede diluirse si se prioriza la espectacularidad visual sobre el retrato íntimo. De hecho, la adaptación al cine de esta novela es lamentable, con todos cómicos de los cuales la novela carece y que hacen del conjunto una muy mala película.

El final: un golpe seco

Sin entrar en detalles explícitos, basta decir que Maleficio no ofrece redenciones plenas ni giros heroicos. El cierre es coherente con el tono opresivo: cruel, inevitable y, en cierto modo, irónico. Esa ironía final es también una marca de Bachman: el universo no concede misericordia, solo un ajuste de cuentas. Maleficio no es una novela para quien busque sustos fáciles o monstruos sobrenaturales en la oscuridad. Es un relato sobre la corrupción moral, la fragilidad física y la imposibilidad de escapar de ciertas consecuencias. La atmósfera de opresión psicológica es asfixiante porque se asienta en lo real: la maldición podría ser metáfora de una enfermedad incurable, de una culpa imposible de expiar o de la erosión inevitable del cuerpo humano.

Leída hoy, sigue siendo una obra incómoda, y su carácter “muy de los 80” a envejece rápido, la convierte en un retrato casi arqueológico de una década donde la apariencia física, el éxito social y el desprecio a los márgenes convivían sin vergüenza. Stephen King, bajo la máscara más fría de Bachman, nos recuerda que el verdadero terror no siempre viene de fuera: a veces, empieza dentro de nosotros y se va comiendo, kilo a kilo, lo que somos.

1 de septiembre de 2025

El mundo de ayer de Stefan Zweig

Para nosotros, los jóvenes, se había abierto de repente una ventana nueva. De golpe, el mundo ofrecía más colores, más tensiones y contrastes. En la escuela no oíamos hablar de Nietzsche, de Freud ni de Strindberg; nuestros profesores seguían aferrados a Storm y a Keller; a Ibsen lo toleraban con reservas. Pero nosotros, fuera de las aulas, leíamos a todos los que estaban prohibidos o no eran bien vistos, y los libros nos abrían los ojos.